De callar este amor me duele el cuerpo (1989)

Hay muchas maneras de habitar el universo de la poesía. Algunos escritores viven los límites severos de las formas fijas, donde establecen un discurso amoroso que no por ceñido carecerá de la pasión o desbordamiento. Prefieren otros el régimen aparentemente más ibre del verso libre, y con él instauran los rasgos definitorios de su expresión erótica. A estos últimos pertenece Andrea Montiel en su poemario De callar este amor me duele el cuerpo. Nos encontramos ante un itinerario amoroso que no teme hablar de la vehemencia con vehemencia, de modo que estado de ánimo y escritura coinciden plenamente en la fundación de la pasión descrita.

Poema a poema seguimos una relación significada por el desequilibrio, pues a la entrega total de una de las partes corresponde la esquivez, el desapego, acaso la indiferencia de la otra. Así una vena de dramatismo corre por las páginas de Andrea Montiel, dramatismo que va cargándose de mayores oscuridades según avanzamos por el libro, hasta llegar al punto en que “de dirección cambió mi sueño”, único modo de alcanzar la supervivencia.

Todo esto en poemas cuyas imágenes toman la materia prima de los campos más variados y en ocasiones sorprendentes -la música, el mar, la ciudad, las flores, el fuego en múltiples apariencias-, de manera que la suma de elementos crea la atmósfera arrebatada de este libro. Allí, en ese arrebato, vive el poemario su expresión más lograda.

Federico Patán


Si pudiera besarte con mi sangre,
con la sal del mar en mi boca
y ser espuma para rozar tu cuerpo,
me detendría en tus muslos,
en la roca violenta de tus muslos.

Resbalaría por tu risa libándote las comisuras.

En tu aliento de marisma
usurparía tus ojos al espacio negro.
Anticipadamente,
sin ninguna palabra,
te amaría.

Hombre mar, verano intenso,
haría de tus brazos mi estuario
y de tus mareas, húmeda estaca
entrando por el arco
de mi casa abierta.

Tal vez me vuelva loca porque hablo sola
pero tú estás aquí cuando te hablo,
respiras
y en la imaginación de esta perra soledad
me contestas
me tomas de la mano
me haces cantar frente a los muros.

Si todo es inventado, lo seguiré inventando
porque siete veces tu nombre ha tocado a mi puerta,
siete mil veces he escuchado sus golpes.

A gritos te alucino
beso tu labio inferior
lloro en tu pecho
y mis fantasmas atestiguan:

para amar no hay que buscarlo,
sucede
donde no se espera.

Atestiguan:
las horas no alcanzan,
las ganas ahogan.

Al amor no hay que matarlo con silencio.

Me gusta pronunciarme partidaria
de gritar el amor a los vientos,
recorrer su camino descalza
sin mapas
sin destino ni horarios,
sin muros de hiel que se interpongan.

Partidaria del lenguaje que dice todo,
surgido cuando nadie lo manda
y no conoce de juicios, sólo confiesa
pero castiga a la lengua
con palabras que no bastan.

Me gustan los pactos,
esos tratos en llamas que hacen dos
sin saberlo
al iniciar incendios con los ojos
o encadenarse en los encuentros
con lo intemporal del sueño.

Estoy enamoribunda,
a punto de morir enamorada
en el muladar de mis propios sueños.

Por haber confesado que amo,
se clausuró tu puerta.

En los muros ya no existen más balcones
para espiar tus ojos colmenares.

De tanta sed mi boca es un desierto,
dunas errantes mis manos quedaron
huérfanas de tu cuerpo.

Mi llanto es cruel oasis
con el que te ahogaría
porque me duele más
no mirarte
a mirarte sin que me mires.


Ebria en tu cabellera de vino tinto,

en el mareo de estar en ti
me siento un blues de elegantes compases,
una nota sola en la samba de tus labios.

Dedícame la canción de sal y néctar de tus muslos,
sé música a mis ojos
silencio consternado
ruido absoluto en mis insomnios.

Sé todo junto y colabora
un poco más con mi locura.

Pinta sobre un muro
un colorado sol y en desbandada,
mándame nubes de palomas mensajeras
con tu misiva intrusa orquestando mis sentidos.

Yo, escribiré con tinta
hecha de mi sangre:

bébeme,
invade con tu sed
mis manantiales.

Si pudiera cambiar tu nombre,
te llamaría viento.

Así acariciarías siempre
los contornos de mi cuerpo.

Ya en mi adentro, aunque me ahogaras
te retendría para evitar exhalarte
y transformado en veneno
ese respiro de ti
sería el descanso.

El mundo no existe
cuando el amor empieza,
todo afuera es borrón sin formas.

Los que se aman son arañas
entretejiendo redes
para encerrarse el uno al otro.

Hay un amigo adentro de ambos
que madura
envejece
y se incuba entre el silencio.

Hay un hervor de sienes al principio
donde todo confunden
todo devoran,
par de bestias que copulan
y dan a luz el cielo entero.

Toda la casa es sitio para amarse.
Nadie importa más que el otro.
La piel se alarga de dos en una
atropellándose con las mismas palabras.

Y cuando los cuerpos están solos,
lloran ausencia
son huérfanos perdidos
ciegos sin rostro,
barrancos
para suicidarse
el uno
en el otro.