El Fotógrafo

Cuento que obtuvo una Mención Honorífica en el
Concurso Nacional de cuento “Prof. Severiano Ocegueda da Peña” 1998
convocado por la Fundación Alica de Nayarit, A.C.
Tepic, Nayarit, 8 de octubre de 1998.


Lo admiras desde antes de conocerlo. La crítica lo tiene clasificado como uno de los creadores más importantes de muchas décadas.  No puedes perder esta oportunidad para entrevistarlo.  Te recibe enseguida.  Al abrirse el portón de la casa, tienes que sufrir la arrogante revisión visual de su esposa Inés Günter, quien atiende cualquier visita antes de hacerla pasar con el maestro. De esta alemana tal vez de 65 o 70  años te molesta, además de su enjuiciadora e incisiva mirada, la nariz aguileña y su alta y flaca silueta.  Es muy distinta de las mujeres fotografiadas por el maestro. Su piel exageradamente pálida te hace sentir aún más el frío de la estancia a la cual te pasa mientras llega Don Fernando Britz, el ojo arcano, como lo llaman todos en la facultad.

La señora Günter te ofrece una silla de piel, de esas tipo rústicas que se miran preciosas pero son muy incómodas cuando uno se sienta. Te observa hasta que te acomodas y se retira por la escalera volada de la inmensa estancia donde te quedas sola varios minutos.   La silla va de acuerdo con la decoración de la vieja casona que además es húmeda y oscura.   Incluso en algunas paredes se trasmina el salitre y se dibujan unas manchas mohosas en las partes donde los muros hacen esquina.  Es natural, la construcción está totalmente rodeada por un jardín lleno de vegetación y árboles muy altos, seguramente sembrados hace muchos años.   A lo largo de la escalera por donde sube la señora Günter hay macetas con cactus, palmas, aralias y otras plantas que te sorprenden:  ¡cómo es que sobreviven tan frondosas y bellas en este frío y oscuridad!

La estancia es inmensa. Techos altísimos. Hay tanto aire que te sientes como si estuvieras a la intemperie en un interior.  El sonido que emiten tus movimientos, incluso los de tu ropa, resuenan en las paredes como eco que lo agranda todo.  Te da la impresión de estar siendo observada por cada muro de la casa.   Ahora pones las cosas sobre la mesa que tienes enfrente y colocas un cassette en tu grabadora. – Sólo 45 minutos jovencita, no más porque el maestro no se ha sentido bien en los últimos días – te advierte la señora Günter.  Buscas un enchufe.   Preparas todo.  Tienes que escribir el texto más bello del personaje de portada de la revista de marzo.  Don Fernando Britz va a aparecer de cuerpo entero en la primera página y tu nombre con el título de tu reportaje justamente a su lado.  Tus manos sudan, tu corazón late, la emoción te invade como si ya tuvieras el ejemplar publicado entre las manos.  De repente escuchas unos pasos leves, imperceptibles, muy pausados, son los de un hombre por quien el tiempo ha transcurrido ocho décadas o más.  A media escalera Don Fernando se detiene, deja de mirar el escalón siguiente y voltea hacia ti. Te sonríe. Tu emoción crece. Las palpitaciones de tu corazón se aceleran cada vez que el maestro da un paso y otro paso y otro más.
– Buenas tardes señorita.
– Buenas tardes Don Fernando. 
– Quíteme el Don.  No me gusta.
– Perdón señor Fernando.
– El señor tampoco me gusta, sólo Fernando.
– Como usted sabe Fernando, vengo de la revista Bordes  para una entrevista.
– Sí, ya lo sé, me avisaron.  Y ¿qué quiere saber señorita periodista?
– Me gustaría preguntarle ¿cómo empezó su inquietud por la fotografía y por…
– Y usted señorita, ¿cómo se llama?
– Dora, Dora Montes.
  – A ver Dorita y usted ¿cómo empezó a ser la que es ahora?
– No, no lo recuerdo.
– Yo tampoco.  Si se fija, todo comienza sin que uno se de cuenta, jugando, así nada más, como los niños. La voy a invitar a mi estudio, aquí no me gusta porque mi mujer siempre me espía.

Como niño travieso y secreteándote al oído te conduce a su estudio.  Rápidamente recoges la grabadora, cables, el bolso, tu saco, los papeles.  Tras él cruzas la estancia que da al patio.   Don Fernando abre el zaguán, atraviesan la calle y en el numero 47 frente a su casa, aparece su estudio.  
– Pase usted, Dora.
– Gracias.
– Este es el rincón de mi libertad, el sitio donde puedo vivir lo que ya no es posible vivir y más.   Es donde me aconseja la soledad, la mejor de las amigas.

Con dificultad abre el cerrojo de la puerta de hierro azul.  La mano le tiembla.  No te explicas cómo puede sacar sus fotos con esa temblorina.  Y los lentes deben tener una graduación considerable, aun así la increíble nitidez que logra en todos sus trabajos.  Al fin abre la puerta y caminas a su lado por un corredor hasta llegar a una pequeña sala.
-¿Qué le parece? 

Don Fernando te mira con atención, espera la respuesta exacta. Tú estás aturdida en medio de un lugar que nunca imaginaste conocer, y mucho menos invitada por el maestro.  Los chavos de la facultad te envidiarían a más no poder.  Al igual que su casa, el ambiente es helado pero al mismo tiempo cálido, lleno de objetos, libros, muebles antiguos, cuadros, estantes repletos de maletines, cámaras, lentes, tripiés y lámparas, muchas lámparas.  Después de mirarlo todo te sientas en uno de los sillones cubiertos con zarapes muy bien confeccionados. Pones tus cosas sobre la mesa y tratas de recomenzar la entrevista.
– Fernando -, te cuesta mucho trabajo quitarle el Don, pero lo intentas‚ – ¿cómo es que se decidió por la cámara y la fotografía?
– El hombre nunca dejar de jugar.  Y para eso se necesitan juguetes.   Mis cámaras no han sido otra cosa que mis juguetes adultos, con ellas he seguido divirtiéndome como un niño que a mis años los adultos no podrían criticar.   Las cámaras para ellos son cosa seria.   ¿Y usted con qué juega Dorita?

Cuando el maestro termina de pronunciar tu nombre, te clava la mirada.  A través de sus profundos lentes de aumento, sus ojos viajan por tu rostro, tu cuello.   Se detienen en tu cabellera que te cubre los senos.  La mira recorriéndola como una cascada de agua que lame las rocas hasta caer en el abismo.  Te sientes nerviosa.  Con brusquedad cambias de postura, arrojas el cabello tras de tus hombros y prosigues.
– En su trayectoria artística ¿qué países piensa usted que… – Ni siquiera permite que termines.   Se pone en pie y te interrumpe:
– Qué rostro tan interesante.  ¿Me permitiría tomarle una foto?

¡Dora Montes fotografiada por uno de los magos de la luz más famosos del mundo, esto no es cierto, has de estar soñando!   Te convence.   Busca su cámara, salen al patio, escogen un rincón donde te pide posarle dándote órdenes de cómo mover el cuerpo, la cara, los ojos, las manos. Comienza a sacar varias fotografías. Por momentos y delicadamente, coloca tu cabello hacia un lado o el otro.
– Así Dorita, no se mueva.  Ahora mire en dirección a la lente.  Baje los ojos. Alce la cabeza, gírela.

¿Cuántas fotos toma?  Muchas.  Te sientes dichosa.  De nuevo vuelven a la salita. Te cuenta que le gusta coleccionar grabados. Te muestra originales de Rembrandt, varios trabajos de artistas japoneses y una caja aparentemente arrumbada por ahí con dibujos de Durero. Conversan largo rato sobre la música, y tras confesarse mutuamente los  compositores favoritos, suben al segundo piso de su guarida. Todo un equipo de sonido enmarca el concierto ¿número?, ¿de violín?, ¿de piano? Qué importa. Ni siquiera lo distingues.  ¡Pensar que llegaste para una entrevista de 45 minutos y han pasado más de 3 horas!
– Dorita, no se mueva, se ve usted preciosa,  le voy a sacar otra foto.

Con la agilidad de un adolescente se arrodilla para tomar un ángulo.  Se pone en pie para tomar otro.  Se aleja de ti, se acerca. Te pide que te levantes la falda para ver tus piernas. Toma más fotografías, muchas más hasta acabarse el rollo. Sus mejillas están encendidas y su rostro transformado.
– Dorita pose usted desnuda para mí.
– ¡Don Fernando!
– Por favor, se lo ruego, es usted bellísima.  Mis fotografías son profesionales, mis desnudos artísticos.
– Don Fernando, aquí hace mucho frío, además no me siento capaz de eso.
– Le pongo unos calentadores con los que no va usted a sentir ningún frío, por favor Dorita, por favor.
– Otro día, hoy no puedo, ya se me hizo muy tarde. Le agradezco mucho su tiempo.  Me tengo que ir.  En cuanto esté publicado mi reportaje se lo traigo.

Las escaleras te parecen más inclinadas de lo que están.  Quieres bajarlas volando pero es imposible.  Tiemblas, no sabes si lo que sientes es miedo, vergüenza o atracción.   Llegas a la parte de abajo, cruzas el patio y a zancadas gigantescas arribas antes que Don Fernando a la puerta de la salita. Entras‚ recoges tus cosas y te paras frente a la puerta que da a la calle.   Te despides.  De inmediato subes al auto.   El maestro sigue despidiéndose de ti agitando una de sus manos.  En cuanto enciendes el motor alcanzas a escuchar su voz diciéndote:
– Dorita, hábleme la semana entrante, voy a conseguir los calentadores para que no pase fríos.
– ¿Posar desnuda?, estarás‚ loca. Además estás gorda,  ¡qué vergüenza!

Pasan varias semanas desde aquel día. No puedes escribir una sola palabra.  Estás como hipnotizada reviviendo escena tras escena y cada vez experimentas más placer.  El tiempo se te echa encima y tienes que entregar el reportaje a la revista. Tu texto es el único que falta para la impresión.   Te sientes angustiada.  No sabes qué hacer.   Pasan más días, muchos más hasta que decides visitar a al maestro.  Reconoces que sus fotos son artísticas. Que podrías aparecer en sus exposiciones y sus libros.  Lo llamas por teléfono. Le pides una cita.  Te sorprendes porque te reconoce de inmediato y te pide que vayas el próximo miércoles al mediodía.  Puntual llegas a su estudio.
– ¿Porqué tardó tanto en llamar Dorita?
– El trabajo, la universidad, las materias, los exámenes, usted sabe.

Desde que te recibe notas algo extraño en su mirada. Será que trae lentes distintos o tú estás muy nerviosa por las fotos. Pasan a la salita.  Don Fernando se dirige a los estantes donde se encuentran sus cámaras.
– Esta es una de mis polaroid, ¿las conoce?,  de las que revelan de inmediato.
– Nunca he visto trabajos suyos en polaroid maestro, las fotos que sacan son de tipo comercial ¿no?
– Ahora todo es comercial niña, cualquiera le pone el dedo al disparador de una cámara, obtiene una foto y se hace llamar fotógrafo.   Siéntese ahí, en el sillón.
– ¿Y los calentadores?
– Olvídese de los calentadores niña y haga lo que le digo.

Sin replicar te sientas en el sillón. Don Fernando se acerca, te levántala falda, te descubre las piernas. Enseguida se aleja como si al tocar tu cuerpo recibiera una descarga.
– Súbase usted la falda un poco más, mas, no le dé pena. Ahora quítese la pantaleta.  Abra las piernas sí, así.   Ponga su manita en el sexo.

No comprendes qué pasa. Estás como poseída y haces exactamente todo lo que el maestro te ordena.   Quieres reaccionar de otra manera pero no puedes.   La cabellera te cubre la cara y te impide ver lo que sucede.   Sólo escuchas el “clic” del disparador de la polaroid, luego el deslizamiento de la película, después la mano del maestro arrancando la foto y tú tratando de adivinar su mirada sobre tu ridícula postura. 
– Ahora de espaldas Dorita, arrodíllese sobre el sillón y muéstreme sus nalgas.  Agáchese más, así, así muy bien niña.

Los sonidos siguen saliendo de la cámara, sientes que cada clic te rompe los tímpanos.   Tu cuerpo se moja con un abundante y molesto sudor.  Temes la llegada de su flaca esposa e involuntariamente te reincorporas como resorte, te bajas la falda, te pones la pantaleta y tus ojos se clavan en Don Fernando.
– Dorita, no me mire así, los años pasan y uno ya no siente nada.    Hay que darse ciertas mañas para arrancarle a la vida aunque sea los recuerdos de otros tiempos.   Usted me entiende.

Las manos de Don Fernando aún despegan la película polaroid de los negativos.   Sus ojos observan las fotos por un momento y te las da. Su expresión vuelve a ser la de antes, la que conociste el día de su entrevista.
– ¿Le gustan?

Sientes más frío que en ningún momento. Guardas las fotos sin mirarlas y sin contestar nada.  Sales de su estudio.  Subes al auto.  Enciendes el motor y arrancas muy despacio. Las calles te parecen desconocidas, como si nunca las hubieras transitado antes. Pasados unos minutos, en el primer semáforo que te detiene con su luz roja, rompes las fotografías. Al arrancar de nuevo, a través de la ventanilla sueltas muy poco a poco los pedacitos de las polaroid por temor a ser descubierta como una más de esas personas que tiran basura en la vía pública.