MARIO LAVISTA
En los umbrales de un renacimiento instrumental
Llegar a la casa de Mario Lavista, entre los antiguos Edificios Condesa, fue como entrar en un recinto lleno de silencio, lleno de esa calidez solitaria que muchos consideramos requisito indispensable para la creación artística. Ahí estaba Mario, recibiéndome con una amplia sonrisa y abrazando a “Ceniza”, un gracioso perrito que le acompaña y habita con él sus espacios. Enseguida nos dirigimos al estudio, repleto de libros, de obras musicales y discos, y sobre uno de los muros, su magnífica colección de fotografías de los grandes maestros. La mesa de trabajo cubierta con papeles pautados y un Petrof, su piano, donde seguramente pasa largas horas trabajando.
“Hablar de la música es muy difícil”, me dice, “por qué no mejor hacer que ella misma hable escuchándola…” y así comenzamos a dialogar, escuchando su obra orquestal “Ficciones”, que desde los primeros compases hace entrar al oyente en un mundo de sonidos donde cuerdas, maderas y alientos arman precisamente una ficción, una filigrana que de manera continua se desliza, viaja como si fuera viento, o torbellino que levanta el polvo de la tierra y va tras algo que no sabemos qué es. Se encumbra, pregunta, protesta, se desparrama, vuelve a preguntar a las atmósferas dolientes, se convierte en latido constante e interminable, como el de un corazón lleno de paisajes en medio del silencio, paisajes desérticos, paisajes sin tiempo, caminos de soledad tal vez hacia el reinado del espíritu. Ya lo ha descrito Álvaro Mutis con todo acierto en su poema: “Después de Escuchar la música de Mario Lavista” y aquí algunos de sus versos:
De espaldas al mundo, al polvo,
al tibio remolino de nostalgias y sueños
y de efímeras representaciones,
esta leve fábrica se levanta
por el solo milagro de haber vencido
al tiempo y a sus m s recónditas argucias.
Apenas escuchada, se transforma,
cambia de lugar y nos sorprende…..
Para Mario Lavista ser músico es una fatalidad, pero no en el sentido negativo de la palabra, sino en su connotación de inevitabilidad. Desde que se recuerda a sí mismo, en su casa siempre escuchó y vivió en la música. Todos sus recuerdos de infancia y de adolescencia están relacionados con ella, por lo que nunca tuvo problemas vocacionales. El piano fue el instrumento que estudió desde niño y con agradecimiento infinito recuerda a su primera maestra: Adelina Benítez, quien le enseñó los rudimentos, las entrañas, los signos particulares y el lenguaje musicales. Con ella inició sus primeros pasos como ejecutante y hacedor de música, comunicándole, además de sus conocimientos, un amor extraordinario hacia esta expresión artística del ser humano. Así, el piano fue su puerta de entrada a este fascinante mundo, realizando estudios durante más de 8 años e incursionando en el infinito repertorio de obras de los grandes compositores. Años más tarde, uno de los acontecimientos más importantes en su vida fue conocer al maestro Carlos Chávez, con quien inicia, después de prepararse en los campos de la armonía, el contrapunto y el análisis, una educación musical pero desde la óptica de la composición. Bajo la disciplina de Chávez comprendió que el talento es imprescindible, pero no suficiente; comprendió que el trabajo continuo, sin descanso, sin dividir el tiempo, es lo que permite al artista contar con un bagaje técnico y construir un oficio; comprendió que sólo así es posible escribir música.
La técnica y el oficio para Mario Lavista son fundamentales, sólo con ellas es posible llegar a escribir una obra sobre el papel pautado, de manera tal, que en el momento en que un intérprete ejecute la música escrita, no exista casi ninguna distancia entre la concepción del compositor y aquello que se escucha. La técnica entonces, es la que acerca al logro de ese caso ideal donde coinciden lo que se piensa con lo que se oye. Pero así como el escritor deja mucho en el tintero, el músico también lo hace, siempre hay algo que no se logra comunicar, sin embargo, como comenta Mario, uno de los casos en donde esto no sucede y lo ha constatado, es en Mozart. En Mozart no hay ninguna lucha por la escritura, ésta corre, fluye, es continua, segura, se descifra y uno se convence que aquello que pensaba este compositor es lo que está escrito. Mozart es uno de los casos en los que hay una línea directa entre su pensamiento, la escritura y la interpretación musical. En muchos otros compositores se ve la lucha cotidiana tratando de llegar a la mayor claridad posible, y así como para el escritor el problema está en encontrar la palabra justa, en el músico es necesario encontrar el sonido, la armonía, el instrumento y el color justos.
El problema del compositor, afirma Mario, comienza al imaginar sonidos con su oído interior, una serie de sonidos con cierto ritmo y determinado color que es dado por un instrumento específico y todo eso hay que plasmarlo sobre un papel pautado en el que se pueden indicar además, sin ambigüedad alguna, las alturas, los tiempos, la velocidad en que se desea que la música transcurra. Sin embargo, como compositor, Mario se da cuenta que hay ciertas cosas que él escucha en sus adentros y que le son imposibles de plasmar en una partitura, indicaciones que por más claras que se especifiquen, siempre serán interpretadas de manera distinta.
Cuando Mario Lavista imagina y escribe una obra, la obra nace de su soledad y su silencio, surge de un tiempo como congelado, un tiempo que después va a descongelarse a través del intérprete, ya que la música existe en su dimensión real sólo cuando es escuchada, cuando hace presencia físicamente a través del sonido. De esta forma, el verdadero amo del tiempo musical es el intérprete, no el compositor: “yo propongo una obra, la imagino, la escucho internamente con determinada velocidad, ritmo, duración de cada sonido, y en cuanto la escribo, todo se congela en una plana, pero en el momento en que esos pentagramas son leídos por un intérprete, y llevados a su dimensión real, todo se descongela de nuevo, la música entonces vive”.
La música es para Mario Lavista un enigma, un misterio que el hombre no puede revelar ni develar, sólo habitarla, ya sea como compositor, intérprete u oyente. Y así como el lector se lee en algunos poetas, el músico posee sus compositores preferidos, habitando las partituras de aquellos en los que se escucha. Y Mario cita a: Mozart, Debussy, Chopin, Monteverdi, Alban Berg, Haydn, Wagner, de todos es fiel oyente y cada vez que los escucha encuentra algo de sí en ellos. Y esto no implica escribir como ellos, sino aprender el oficio observando la forma en que plantean sus soluciones y giros musicales, la magia que surge cuando pasan de un color dado por los instrumentos de madera a otro de metales. Sin embargo, en el músico existen intuiciones acerca de ciertas ideas sonoras y cómo debe plantear aquello que escucha internamente. Así, hay obras que Lavista siente requieren ser “vestidas” con colores y texturas diferentes, y entonces es necesario orquestarlas, porque sólo la orquesta le permite esa posibilidad. En cambio hay otras en donde intuye que con un solo instrumento es suficiente, donde no se requiere de nada más, sino de una línea pura donde puede decirlo todo.
Para Mario Lavista la inspiración existe a través de todo lo que lee, mira, escucha, vive o siente, todo es material para su obra. En él no hay decisiones pensadas de antemano, ni racionalidades frías para comenzar a imaginar su música. No, la musa Euterpe visita su estudio cada vez que él trabaja. Aunque no siempre fue así. Hace muchos años, aproximadamente en los sesentas, Lavista pretendió colocarse al lado de una vanguardia musical que descreía de la consumación de la obra y afirmaba que el concepto o la idea que la generaba era más importante que su realidad sonora. Y así fue como en aquellos años comenzó a crear una música totalmente intelectualizada, racional, fría. Pensaba que al mundo sólo se le podía conocer a través del intelecto, lo cual es un error, ya que ahora se da cuenta de que puede conocérsele a través del sueño y de todo sentimiento capaz de habitar en el ser humano. Como Mario afirma: “mi error consistió en pensar que lo importante era inventar el descubrimiento en lugar de redescubrir la invención, o desear ser original a toda costa y no deberle nada a nadie”. La vanguardia en las artes negaba ese tiempo lineal en el artista, y pretendía que entre obra y obra, se tenía que ser completamente original, no sólo con respecto a los demás, sino con uno mismo. Así, entre creación y creación había que olvidarlo todo y plantear formas completamente nuevas. Fue de esta manera, al analizar los equívocos de este pensamiento, como concluyó que lo importante no es el olvido, sino recordar, recobrar la memoria y saberse deudor de los músicos del pasado.
Importante fue para Mario Lavista haber vivido el movimiento musical europeo durante tres años que radicó en París donde estudió con Jean Etienne-Marie en la Schola Cantorum. Posteriormente otra temporada en Alemania donde recibió las enseñanzas de Henri Pousseur y de Stockhausen, todos, estudios orientados hacia la música de nuestro tiempo. Además en sinnúmero de ocasiones pudo asistir a estrenos de compositores como: Luciano Berio, Ligeti, Lutoslavsky, de quienes considera serán los clásicos del próximo siglo. Así, al estar inmerso en toda la música del momento y darse cuenta de la inmensa pluralidad que existe en el arte, su lenguaje musical sufrió una transformación rotunda: “vivimos dentro de la modernidad, una de cuyas características, a partir de Wagner y de Debussy, es la variedad de rostros que la música posee. Cada compositor sigue su propio camino y ya no existe como en épocas pasadas, un solo lenguaje que unifique a los compositores”.
Así pensó de nuevo en Mozart, en el siglo XVIII, en Chopin, en el XIX o antes, en Floberger durante el siglo XVII, todos componían dentro del sistema de la tonalidad, todos eran músicos tonales, pero ahora, en el siglo XX, esa certidumbre del lenguaje ya no existe, ahora cada músico tiene su propia sintaxis. Y Mario Lavista no escapa a estas nuevas tendencias, al contrario, es un músico interesado por la investigación de nuevas formas y de nuevas técnicas. Lo demuestran sus obras, entre las cuales se pueden citar: “Marcias”, para oboe y copas de cristal, basada en la leyenda del sátiro frigio Marcias al servicio de Príapo, quien caminando un día por los bosques encuentra un instrumento, el aulós griego inventado por Palas Atenea, diosa del amor, el cual es considerado como el antecedente del oboe. Al dominar completamente su ejecución, como relata Cernuda, “Marcias alentó, suspiró una y otra vez a través de las cañas enlazadas obteniendo sones más y más dulces y misteriosos, que eran como la voz secreta de su corazón”. Así, Mario Lavista con las notas de esta obra, también nos relata los íntimos secretos de su corazón, nos remite irremediablemente a un paisaje de lejanías y horizontes donde podría habitar el infinito, y entre su dialogar de oboe y copas, está una melodía que camina, con su cuerpo de sonidos, de perfiles curvilíneos y sensuales que al vivir en medio de cristales armoniosos, logran lanzarnos a un viaje como en una especie de recorrido hipnótico, o de meditación mántrica, siempre en vuelo, hasta sentir el tenue deslizamiento del alma que al fin se despoja de su materia. Si esta música de Lavista pudiera equipararse con los elementos de la naturaleza, me atrevería a decir que fundamentalmente está hecha de aire, tal vez en algunos momentos de agua, de finas corrientes siempre preguntando, buscando, escudriñando el acontecer de lo invisible.
La innovación fundamental en las obras de Mario Lavista está en tratar a los instrumentos de madera originalmente monofónicos como si fueran polifónicos, es decir, capaces de emitir dos o más sonidos simultáneamente. De acuerdo a los resultados de sus investigaciones y estudios, opina: “este hecho en apariencia tan simple, obliga a reconsiderar la definición clásica de los instrumentos de aliento, que con la aplicación de las nuevas técnicas, comprueban su absoluta posibilidad polifónica. Además, es posible obtener cuartos y octavos de tono, es decir, sonidos que están entre uno y otro de la escala tonal y así se incursiona en la región no temperada de la música, rompiendo con el temperamento occidental, que a partir de Bach, es el que ha regido básicamente este arte”.
Mario Lavista piensa que en un futuro no muy lejano, tal vez en el próximo siglo, cuando los instrumentistas dominen estas técnicas, se verá el surgimiento de una nueva orquesta. Aunque en la actualidad los compositores trabajen con una orquesta heredada del siglo XIX, pronto vendrá una nueva disposición de los instrumentos y se obtendrán fascinantes universos orquestales jamás imaginados, donde cada flauta, cada oboe, clarinete o fagot, produzcan sonidos nuevos, distintos a los escuchados hasta ahora. Trabajar con estas nuevas técnicas implica el contacto directo con los instrumentistas, no tan solo la creación en la soledad de su estudio, sino en colaboración con quienes serán los ejecutantes de las obras, ya que el instrumentista es quien domina su instrumento, y por ello, entonces, es necesario entablar un diálogo durante el proceso mismo de la composición.
En este dialogar, el instrumentista hace descubrir al compositor sonidos que desconocía, o bien, el compositor imagina aquellos que el instrumentista no había experimentado en su instrumento. De esta forma, además de la estrecha relación compositor-ejecutante, se logra una relación más íntima, afectiva y amorosa entre el instrumentista y su instrumento, acercándose uno y otro hasta confundirse y hacerse uno. Así, bajo esta perspectiva, Mario Lavista cuando imagina una obra, la piensa para determinado instrumentista, incluso la escribe pensando físicamente en él, para él, traduciendo sus gestos, su manera de tocar, tratando de que no exista contradicción alguna entre lo que se oye y lo que se ve, es decir, ninguna distancia entre el gesto musical y la obra misma. Estas nuevas técnicas anuncian lo que Mario Lavista ha llamado un “renacimiento instrumental”, del que siente en este momento estar en el umbral de su surgimiento.
Y el rostro de Mario se ilumina cuando prosigue su descripción de cómo es maravilloso trabajar con un clarinete tradicional, el mismo con que Brahms escribió su quinteto, descubriendo en él las múltiples voces internas que ofrece, sonidos que la tradición había desechado y que hoy en día, sin ir en contra de la propia naturaleza del instrumento, son sonidos maravillosos. El trabajo está en imaginar, en explorar otras posibilidades, en dar paso a lo latente y observar la inmensa capacidad que poseen los instrumentos tradicionales para adaptarse a una gramática y a una sintaxis diferentes. En los años cincuenta, cuando comenzó la música electrónica, la música concreta, y aquella de cinta generada con sintetizadores, se pensó que iba a desplazar a la música instrumental y anunciar así el final de ella, pero no, todo lo contrario, ahora hay dos músicas que conviven sin rechazarse entre sí, incluso entre muchos compositores son complementarias, sólo que una utiliza los novedosos medios del siglo XX y la otra instrumentos antiquísimos. Además, en la música para cinta magnética con sonidos del sintetizador, se está eliminando al intérprete, ya que en este caso no existe la interpretación, sino que es el compositor quien asume el doble papel de creador y ejecutante, y la versión que se ofrece es la única, no puede haber otra. En cambio, en la música instrumental se escribe a través de una serie de códigos del lenguaje musical que después van a ser descifrados por uno o varios instrumentistas, lo cual da como resultado, que la música tenga lecturas diversas, interpretaciones distintas. Afortunadamente la lectura de la música no es mecánica, hay que descubrir en ella lo que está atrás de las notas, aquello que escribió el compositor y que está más allá de lo sonidos.
Todo esto vibra y vive en las obras de Mario Lavista, en sus piezas para piano, como en “Simurg”, que inicia con un epígrafe de Ezra Pound: “…no de un pájaro, sino de muchos”, donde las notas surgen irrumpiendo el silencio y al mismo tiempo lo dejan vivir entre ellas; donde la queja es constante, lenta como si los sonidos dolorosamente caminaran sobre las sendas del no tiempo; donde los acordes siempre están preguntando, explorando, emprendiendo el vuelo hacia ¿dónde?… sólo podría haberlo respondido Borges con un texto contenido al final de la partitura de Lavista: “El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el ultimo se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos”.
Está el Tríptico, con sus maravillosas piezas para flauta sola: “Canto del Alba”, “Nocturno” y “Lamento”, esta última en memoria del compositor mexicano Raúl Lavista. A cada partitura la acompaña con epígrafes de poetas chinos entre los cuales destaca el de Li Po: “No me atrevo a elevarla voz en este silencio/porque temo turbar a los moradores del cielo.” Y Mario Lavista toma esta idea, también presente dentro de la tradición japonesa, donde la flauta es el único instrumento que los muertos pueden escuchar, y nos brinda con estas piezas, la exquisitez y la delicadeza de una música que transpira soledad, esa soledad en afán de penetrarnos, construyendo con su propio templo de sonidos la calma, la serenidad, el sosiego.
Además de músico y compositor, Mario Lavista ama la docencia, toda su vida ha dado clases y seguirá haciéndolo, le gusta estar cerca de los jóvenes estudiantes no sólo impartiéndoles conocimientos técnicos, sino comunicándoles el infinito amor que siente hacia la música. Enseñarles a amar profundamente el arte y a entender que se es músico, no por decisión racional, sino por necesidad. Entre sus planes futuros está la terminación de su primera ópera basada en el libro “Aura” de Carlos Fuentes y con libreto de Juan Tovar, en donde por vez primera experimenta el trabajo de formas de larga duración y en donde lo que cuenta es el logro de una línea continuada, de un fraseo musical constante donde se eviten los falsos finales y las caídas de la partitura.
Mario también ama la pintura y la literatura y tiene algunas aficiones como el billar, el dominó y el base ball. Le gusta el juego por el juego mismo, así como juega con la música, a la que define como: “esa sustancia hecha de sonidos que traen consigo una verdad que no puede ser dicha y sólo puede ser escuchada”. De esta manera, cada obra de Mario Lavista es la página de un diario íntimo en el que él relata con sonidos su historia, su devenir y vuelve entonces innecesaria a la palabra. Así en su diario de sonidos están las resonancias de su existencia, diario nacido de la soledad y del silencio y destinado al mundo, ya que una obra musical debe constituir una especie de organismo cuya forma debe llegar a un oyente y con él conformar una complicidad que para el músico es imprescindible. La obra acabada para Mario Lavista no es aquella que él termina de componer, sino aquella que se redondea pasando por las manos del intérprete y de ahí a los oídos del escucha. Es la que cumple con tres estadios: la creación-interpretación-audición, o bien es el producto de tres núcleos: compositor-intérprete-oyente.
Mucho más podría decirse de las ideas, inquietudes y obra de Mario Lavista. Por el momento sólo resta añadir a sus pentagramas estas palabras: Lavista es un músico que alarga el tiempo, amplía los espacios, agranda las sombras y profundiza la luz. Es un músico narrador de lo indecible pues con sus sonidos siempre está bordando una historia. Un músico paisajista de lo invisible pues con sus notas constantemente dibuja, dibuja, dibuja. Si la eternidad pudiera ser al menos esbozada, Mario Lavista ya lo ha hecho con su música.
Texto de Andrea Montiel
publicado en la Revista La Plaza abril 1988
Martín Casillas. Crónicas de la vida cultural.
Año III, 32