EL NAUFRAGIO
PRÓLOGO
En infinidad de ocasiones he expresado que un libro, como los toreros, no requiere más que de la soledad de la creación, o del ruedo, por lo tanto, las palabras previas son prescindibles; sin embargo, en este caso, hay factores que determinan el gusto al escribir estas líneas, ya que es el preámbulo para que los lectores penetren en territorios construidos por la imaginería a través de la palabra trabajada semana a semana, durante meses.
En este volumen están reunidos los trabajos de una veintena de escritores. Una veintena de compañeros que provienen y se desenvuelven en sitios diferentes, cuyas edades son también diversas, cuyas formas de atrapar la vida no siempre coinciden,
sin embargo, hay un lazo común entre todos: el profundo amor por el oficio de escritor.
Ese oficio que -como decía César Pavese- fatiga, a veces desanima, en ocasiones aterra antes de enfrentarse a lo vacío de la cuartilla; pese a ello, pese a esos lógicos temores de cualquier escritor, los autores de este libro echan fuera los desánimos, desperdigan la rabia para enfrentarse, semana a semana, a esa amorosa angustia que significa poner su texto en medio de la crítica y del debate.
Cada uno de los cuentos que contiene este volumen fue conformado a tenor de las propias circunstancias del autor, acorde a sus deseos y maneras de ver la literatura, su literatura, no la del director del taller, ni la del gusto de tal o cual persona; nada de eso, el cuento fue cincelado a martillo de propia personalidad, y rehecho, quizá, a golpe de viento y voz, a perfil de la manera individual de cada miembro del taller.
Cierto es que los talleres literarios no hacen escritores, cuando éstos son, lo son sin que taller alguno lo determine; a la larga, los demonios arrebatan cualquier otra razón, sin embargo, hay elementos que pueden servir si muchas piezas se acomodan en el tránsito del escritor que busca su camino, entre ellos, la persecución del oficio y, por ende, de la malicia que todo autor debe de tener para contar la misma historia -que es en sí el juego de la literatura- sólo que de una manera diferente a las ya contadas.
MALICIA EN EL TALLER DE LAS MARAVILLAS. Tal es el título de esta antología, y quizá se llame así porque se crea que es necesaria la malicia para observar cómo las palabras se juntan, se forman, se entremezclan para damos por resultado -como decía José Donoso- la otra verdad, la del engaño. Ir construyendo la red que conduzca a sus lectores a los panales de una colmena, a los reinos de las ciudades perdidas, a los oscuros terrenos del suicidio, a los recuerdos o a los blancos velámenes de las sábanas.
Un taller literario es eso y más, como más, seguro, darán que decir algunos de los miembros de este taller de los martes, de marte-guerra, de Marte planeta rojo, de martes lluvioso o desangelado, de martes en que los lugares en el espacio de la Casa de la Cultura se han agotado y los compañeros tienen que sentarse donde pueden, cuando la luz se ha ido, cuando los gritos de los paseantes revuelven la cabeza, cuando la lectura se hace profunda, cuando surgen los pequeños recelos vanidosos, cuando estamos todos ahí con las horas que se hacen nada y las ganas de ellos, de éstos, de los compañeros de la malicia, que hoy entregan este libro en busca de su lector, que puede ser usted, o para usted, y para ti también, en la espera de que esta veintena de escritores pronto abandonen los talleres literarios y se encuentren -por fin- en la calle, solos, cada uno portando el filo de su narrativa, con algún capote para lancear a las astas de agredir al cielo, con algunas armas para pelearle a los ensueños.
Rafael Ramírez Heredia
Coyoacán, D.F.
verano 1994
El cuento siguiente fue publicado por Andrea Montiel en la Antología del Grupo de Narrativa
de Rafael Ramírez Heredia MALICIA EN EL TALLER DE LAS MARAVILLAS,
Delegación Coyoacán, Casa de Cultura Jesús Reyes Heroles,
septiembre 1994
EL NAUFRAGIO
Sí mar, gran mar de delirios dotado
piel de pantera y clámide horadada
por millares de imágenes de sol,
ebria en tu carne azul, hidra absoluta
que te muerdes la cola refulgente
en un tumulto análogo al silencio.
PAUL VALÉRY
(El Cementerio Marino)
El lienzo tenía más de una semana sobre el caballete, desde que Ruíz le encargó el retrato de María. Pintarla significaba un reto pues no hubo fotografía alguna, recorte periodístico o imagen de ella. Su cuerpo se hundió junto con todas las pertenencias en aquel dramático naufragio donde sólo Ruíz quedó con vida. Este hombre, despojado de todo lo suyo, deseaba recuperar a María de alguna forma y en aquel sitio perdido del golfo supo de Oscar, el pintor de las manotas, como lo llamaban los porteños. Acudió a verlo. Le pidió que la pintara. La describió detalle por detalle como si con cada una de sus palabras dibujara una línea, una sombra o una textura de esa mujer que tanto amaba. Oscar escuchó con atención y gran curiosidad a Ruíz, la imaginó de acuerdo a las descripciones, a veces minuciosas, otras, confusas. Sin embargo, dudó si ese retrato hablado tendría la suficiente elocuencia como para plasmarla en una pintura.
Cómo iniciar aquellos trazos: cuál rasgo de su cara, de su pecho o de sus muslos; cuáles las dimensiones de sus caderas o el tamaño de sus ojos. Sabía que su cabello era largo y negro, como el negro profundo de aquel mar que la devoró sin devolverla nunca a la superficie. Los ojos, también negros, y el rostro, anguloso. Su cuerpo esbelto pero exuberante en carnes, manos finas, pies delgados y pequeños, en fin, cada rasgo podía ser imaginado independiente del otro, pero nunca en conjunto.
Pasaron varios días, Oscar miraba la tela largos ratos, y con su inmensa y pesada altura se paseaba de un lado a otro del estudio. Con los brazos cruzados y la mirada perdida parecía indagar en su interior como si dentro de él fuera a hallar los trazos perfectos del retrato que le habían encargado. Su estudio, que ha presenciado tantos rostros, tantos cuerpos de mujer posando desnudos o todos esos caracoles y conchas encontrados en la playa y que han sido recreados por sus pinceles, es en este momento un espacio que encarcela sus ideas. Nada fluye, nada se le ocurre. A veces, se sienta sobre el mullido sillón de sus lecturas y mira las vigas del techo como si éstas pudieran darle la solución a sus manos, sus grandes manos manchadas de verdes y ocres, manos agrietadas por el thinner y los trabajos de carpintería.
Después de un insomnio que duró la noche entera, Oscar ve salir el sol tras el horizonte. Se viste con ropa muy ligera para soportar un calor inusual en esos días, se dirige a la cocina, toma la botella de mezcal y se bebe una tercera parte. Supone que con un buen trago de alcohol en la sangre algo se le ocurrirá. El mareo es agradable, siente su cuerpo levemente excitado y decide que es el momento para empezar. Toma la paleta, coloca sobre ella óleos de distintos colores, acomoda los pinceles y clava su mirada sobre la tela. Su frente comienza a transpirar. Gotas de abundante sudor resbalan por su cara, caen en sus ojos, las limpia con la manga de su camisa blanca, se pasa las manos restregándose el rostro, peina con ellas su cabello, y ansiosamente se golpea los muslos con los puños en actitud desesperada.
Parece recordar algo: es Laura, aquella novia de los años adolescentes con quien experimenta sus primeras caricias, la de la cabellera inmensamente negra que se enreda a su cuello como una medusa cada vez que se besan. Y sus ojos también negros, ojos que se internan en él, que lo traspasan hasta encender su piel como el despiadado sol de mediodía. Oscar apresura el pincel sobre la tela, los primeros trazos negros, una cabellera desquiciada y abundante y una mirada fija, profunda, hueca como para abismarse en ella. Por fin ha manchado la tela. Junto a ese alargado cuello que tanto lo aturdió en aquellos años necesita completar el rostro. Bebe más tragos de mezcal, acude de nuevo a su memoria que ahora es invadida por la boca carnosa de Julieta, por la nariz de Julieta y su aroma a rosas amarillas. Esa boca que viaja por su torso, por sus brazos y su ombligo. Esa boca que tanta saliva regala hasta hacer un océano de placer con un olor de sal y peces, boca que sangra de tanto beso. Boca roja sobre el lienzo es lo que aparece ahora, es la boca de María y, tal vez, el aroma de María, el perfil y los orificios nasales de María. Nariz, boca y cuello que necesitan hombros, pechos, vientre, cuerpo que requiere nacer. Oscar tiembla. Bebe más alcohol. Con el pincel aún manchado de la boca roja de María, cambia a otro de mayor grosor. Mezcla los colores hasta lograr el de la carne, de esa carne joven de Martha, sí la de los senos redondos, la de hombros y brazos delgados que lo abrazan con una fuerza que no sabe de dónde proviene y que se confunde con la negra cabellera de Laura, porque los hombros de Martha se cubren de este cabello nocturno de Laura y los senos de pezones erectos parece que la hacen sonreír, sí la boca roja de Julieta, ahora de María, sonríe porque sus senos vivos están como flores abiertas, flores que Oscar siempre puso en las manos de Ana, manos perfectas, dedos largos y afilados, manos que tantas caricias le prodigaron a su cuerpo, manos que se perdieron en su pelo, y lo incitaron a poseerla, poseer su vientre tibio, su sexo húmedo siempre dispuesto como una casa con las puertas abiertas. El trazo es amplio, la pincelada espesa, las manos, el vientre y el sexo de Ana ahora tienen que pertenecerle a María. María es, desde este momento, el nombre que contiene en sus letras el deseo de posesión, de ese calor intenso que sólo puede apagarse con el profundo abrazo de los sexos, con el abrazo de aquellos muslos que aprietan las espaldas de Oscar hasta impedirle el movimiento. Son los muslos frondosos de Irania, extraña mujer que con su cuerpo engendraría al hijo que Oscar tanto ama. Pero es el vientre de María el que ahora se hincha, el que posee una vida adentro. La mirada se ilumina, la sonrisa aumenta, el cuerpo vibra.
Oscar se aleja del cuadro, vuelve a acercarse, corrige algunos trazos, empasta detalles colocando el óleo directo de los tubos, con sus dedos lo esparce, sobre el cabello, la boca, el pubis. Los pies parecen indicarle que el cuadro está terminado. No, algo falta, ese último toque de vida para animar por completo a María, esa última pincelada que debe convencerlo de que su obra ha concluido. ¿Cuál es el trazo? Por más que observa no puede descubrirlo. Se llena de rabia y bebe, bebe más hasta acabarse el licor. Se dirige a la cocina, toma otra botella y sigue bebiendo hasta que la ebriedad lo rinde. Ahora duerme, duerme muchas horas. Es de noche, es de día, de nuevo noche, la pintura del cuadro está casi seca, pero algo falta en ese retrato. Oscar despierta, mira lo que ha pintado, desclava el lienzo del bastidor, lo enrolla, lo abraza como abrazaría un cuerpo de mujer a punto de amarla. Sale del estudio. Cruza la calle y camina por el solitario malecón durante varias horas. Llega a la playa más próxima. Ahí sólo existe la luna y su luz quebrándose sobre las aguas del mar y la arena. Se sienta, abraza el lienzo cada vez con más fuerza. Descalza sus pies y siente la tibieza del sol atrapada en la arena. Sus grandes manos juegan con ella dejándola caer sobre su torso, que también despoja de las ropas. Esa arena es como la piel del cuerpo, suave como el polvo, volátil como una presencia efímera, con sus manos le da forma y de sus manos se escapa.
Oscar se desnuda por completo y, cubriendo su cuerpo con la pintura, camina hacia el mar, el agua acaricia sus pies, las olas borran sus huellas, lo cubren hasta las rodillas, se interna en el agua sin soltar la tela. Nada, nada sin poder parar, la tela se empapa, flota a su lado, lo persigue. La luz de la luna es su guía, necesita encontrar ese rasgo de María que no ha pintado. María vive en el mar, Ruíz se lo dijo, tiene que estar ahí en la negra profundidad de las aguas. Tiene que encontrarla. Ruíz también quiere encontrar a Oscar. Lo busca por todas partes para reclamarle el retrato. Pregunta por él a todo el pueblo, a los marinos, a las autoridades. Nadie lo ha visto. Desde el amanecer recorre las playas. Es casi de noche. El cansancio lo domina. Con la mirada perdida ya sólo observa con insistencia el oleaje. En cada ola siente la presencia de María, hasta que, frente a sus ojos, el mar escupe un lienzo con la imagen de un cuerpo de mujer desfigurado.