Cuando la vida pierde sentido

no importa que no esperemos nada de la vida,
sino si la vida espera algo de nosotros.
Viktor Frankl

No sé en qué momento comencé a caer en un abismo. Lo único claro de mis días era la gran tristeza con que vivía, la sensación de inutilidad de mi existencia y las ganas de morir. Me dio por grabar cada palabra que expresaba mi mal-estar, mi mal-decir, mi mal-vivir, a ver si con eso podía encontrar de nuevo un camino, o al menos remendar el que tenía. Transcribí todo para mirarme a distancia y tratar de responder a mis preguntas. ¿En qué sitio de mi historia me encuentro? ¿a dónde quedaron los ayeres y todas esas horas de pasión que me invadían? ¿cómo se fue todo lo que sentía, quién me lo quitó, en qué sitio lo escondí? ¿qué debo hacer para sentir de nuevo el gusto por la vida, por compartir con otros, por la escritura?

Las respuestas siguen siendo desencantos, desencuentros, desasosiegos, depresión. La magia de existir no regresa, todo se ha convertido en una rutina sin sentido. Ni siquiera el silencio me da la paz que busco, porque todos mis ruidos interiores rondan, gritan, me aturden, todo lo confunden, tanto, que varias veces me dan vértigos incontrolables sin tener ninguna causa realmente física. Creo que es miedo, o angustia, no sé. Lo único que me conforta es la noche, durante sus horas duermo y puedo ausentarme de mí misma. Pero a veces, el insomnio se encarga de recordarme que nada entiendo del mundo, los demás me parecen ajenos, sus palabras vacías, sus actitudes irrelevantes. Incluso siento que mis movimientos y pensamientos son un caos, o en el menor de los casos nada importan. El despertar es una zozobra y no sé cómo comenzar el día. Me duele el cuerpo por todas partes, y me revienta en la cabeza un ruido blanco que no sé qué significa. Todo es una masa amorfa de acciones que no llevan a ningún lado. Temo volverme loca, pienso en matarme. Y no sé de dónde saqué tanto dolor, ni de dónde tanta falta de rumbo. Ni siquiera puedo reconocerme como la que fui ayer, hace apenas un año, o aquella que me pensé para el mañana. No sé quién soy ni lo qué estoy haciendo. Y peor aún, no entiendo para qué. Un día creí conocerme, hoy, no me conozco más. Me siento como una palabra esdrújula. Acentuada sobre una letra y ninguna. Acentuada para quitarse una sílaba en los versos de acuerdo a las licencias poéticas: oxígeno, epíteto, minúscula, cárceles, lágrimas. Quisiera llorar un mar frente a mi basurero de recuerdos y entenderlos. Pero sólo presiento la inmensa nada frente a mí.

A pesar de haber estudiado la carrera de Psicología, una maestría, y pasar años dentro de instituciones importantes haciendo investigación, no pude conmigo misma. Necesitaba ayuda de alguien afuera de mí, de un profesional que me guiara para comprender esta pérdida de sentido. Nunca creí pertinentes las terapias psicoanalíticas, ni los procesos terapéuticos largos, o los de muchos años que se tornan interminables. Mucho menos en técnicas que te hacen dependiente de las sesiones paciente-terapeuta para salir adelante, o esperar a que tu sanador te apruebe para poder actuar. De ninguna manera. Y entre mi aprehensión a estos métodos, y seguramente una actitud un tanto cuanto soberbia, preferí seguir escribiendo para entenderme y sobrevivir. Nada es casualidad y un día me puse a escudriñar mi biblioteca. Tomé en mis manos el libro “El hombre en busca de sentido” de Viktor Frankl y comencé a releerlo. Entre sus páginas subrayadas, con lápiz rojo como suelo hacerlo siempre, leí una frase de Nietzche citada por Frankl: “Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo”. No pude sino pensar en la Logoterapia creada por Frankl como la alternativa a la cual recurrir, y así entender la pérdida de sentido de mis pasos por la vida.

Comenzaba el año 2005, buena oportunidad también para comenzar a recuperarme a mí misma. Dicen que al iniciar un año, se inician de igual forma otros caminos. Tal vez. Busqué los sitios donde se impartieran cursos o sesiones terapéuticas y acudí al Instituto Mexicano de Logoterapia. Me entrevisté con el personal, y acordamos una primera entrevista con uno de los doctores. Mi pasión por la escritura, me permitió “guardar” los detalles de las experiencias que tuve en las sesiones. Después de cada entrevista, llegaba a casa a escribir lo que pensé, sentí, y vivencié durante esa tarde.

Enero, viernes 14, 2005. 

Hoy, al fin, hablo con un terapeuta de este pesar del que no puedo deshacerme. Logoterapia es el pozo, la fuente a la que me acerco para encontrarle de nuevo un sentido a mi vida. Mario es el doctor, el “facilitador”, que me guiará a retomar con claridad el camino. Hablamos de mi historia, de mi madre, de las religiones encontradas, de las familias en conflicto, y como consecuencia, de la indefinición y discordancia. Hablamos de la poesía y de mis quehaceres con la palabra. Le mencioné que he publicado varios libros, y uno le interesó en especial, tal vez por el título. Me preguntó sobre los temas que trataba en sus páginas. Sólo recordé: la vida, la muerte y el sueño. No sé por qué el amor se disipó en mi memoria. Hasta después de un largo rato lo recordé, lejano, diluido, amorfo, casi inexistente. Me pidió que corporizara cada uno de los temas. Y de la vida dije: vivirla sin remedio, con ganas, a toda lucha y esperanza. A la muerte la llamé como el poeta José Gorostiza, la “putilla del rubor helado”, con la que sin remedio habrá que irse al diablo. Al sueño, seguirlo soñando, y aunque parezca inalcanzable, tratar de llegar a él a toda costa. Y del amor, recuperarlo, reencontrarlo en mí y ser capaz de compartirlo con otros. Después, como una especie de personaje invasor de mis días, apareció el miedo. El miedo al que hay que enfrentar, confrontar, dominar y aprisionar para poder proseguir camino. ¿Y cuál fue el miedo más insistente que se asomó en este encuentro? El miedo a la muerte de mi madre. Un miedo que me atrapa aunque mi madre aún vive, y yo equivocadamente, me adelanto a su muerte. Un miedo de hija única que me hizo escribir estos versos hace tiempo:

¿A quién contarle tanto hueco de corazón cansado
tanta vigilia al rojo vivo que incinera con su nada?
No hay nadie.

Es temporada para guardar silencio.
A fuerza de tiempos veleidosos
habito un hemisferio a solas
siempre en espera y un llanto sostenido
porque no tengo hermano ni hermana
a quien contarle este dolor
que pulso al no tenerles.

A falta de ellos he inventado
una familia inmensa de rostros desiguales.
Dicen que hablándoles se disminuyen las asfixias…

Porque no tengo familia directa, ni padre, ni hermanos, ni hijos, solo mi madre que olvida más cada día, y algunos amigos que a veces no están dispuestos a encontrarse conmigo. Me doy cuenta que quiero ser adoptada, hacer una nueva familia y pertenecer a alguien. Sin embargo, y como faceta contradictoria, Mario siente que todo me es extraño. Sí. No sé por qué razones siempre me he sentido ajena a mis semejantes, una especie de ojo observador de todo y todos los que me rodean. Incluso de este devenir que hasta hoy me es incomprensible. Tal vez por ello me apasiona la poesía, a ver si a través de ella y mis escritos entiendo algo. Sobre todo cuando me cuestiono, como en los versos con que pregunté a mi padre ya muerto, aun sabiendo que no podría responderme:

Acabas de partir padre del mundo
y te has ido al mundo de los muertos.

¿Qué aire se respira allá, padre, qué aire?

¿Existen tierra y mar nube y tristezas

o ese vacío donde las cosas ya no son

ni tampoco las memorias?

Mario me preguntó por qué estaba buscando apoyo terapéutico, a lo que contesté: “Para liberarme de mí, de mi verdugo pensamiento, de voces inútiles que me rondan oprimiéndome. Quiero sólo voces compañeras, las que me inciten a la vida y a desear vivirla”. Al finalizar la sesión me pidió dos tareas: dibujar mi vida sobre una cartulina, y escribir un poema al miedo. Desde el principio me advirtieron que el doctor era muy confrontante, directo, y duro con sus pacientes. Lo sabía y no me importó. Una de las primeras sentencias con que me puso a prueba fue: 

Lo que confronto no es al ser que está frente a mí, sino a sus máscaras.

Enero, viernes 21, 2005   

Hoy leímos el poema que escribí sobre miedo. Además de la muerte de mi madre, mi temor más profundo es el rechazo. Ser rechazada por otros me hiere tanto, que tal vez por ello me atrae la soledad. Con ella como compañera y amiga inseparable, no hay problema. Las dos podemos caminar de la mano sin temor a rechazarnos. Ni siquiera es posible el abandono. La conclusión más profunda de este asunto fue una pregunta: ¿tengo derecho a vivir? Después salieron a flote muchas otras cosas que no recuerdo, y decidimos que la palabra que resume esta sesión es “encontrar”. Las tareas siguientes, seguir hablando de la soledad, y hacer un dibujo de lo que quiero en mi vida futura. Sé que para encontrar hay que saber lo que se busca. Pero también sé que hay que buscar aún sin saber lo que se busca. Y desde hace muchos años, lo que más he buscado es entender este hueco feroz que soy yo misma. Tal vez nacemos para inventar un sueño, el sueño del amor que nada entiende. No sé cómo lo experimenten los demás, pero yo, he vivido al amor como una cuerda floja que me afianza a la vida. Aunque siempre desaparezca dejándome con las manos vacías, sola, en compañía de mí misma.

Enero miércoles 26, 2005 

La “soledad” fue el tema deesta sesión. Mis conclusiones, muchas. Siempre me detengo a pensar en ella, a vivirla, gozarla y repudiarla. Nacemos solos y morimos solos. Si acaso en el trayecto nos acompañamos, caminando juntos en silencio, o experimentando la más profunda de las intimidades. Yo siempre he sido sola. Mi estancia solitaria entre los otros me sorprende. Pero la soledad que ahora me habita, me lastima. Hoy pesa más que nunca. Tal vez porque la compañía del amor se ha disipado. He perdido mis orígenes, mis raíces se troncharon, y siento la orfandad de una casa donde nadie vive. Sola conmigo, mis sueños y fantasmas, trato de revivir la niñez y casi no hay recuerdos. Sólo me salpica una que otra imagen de lo que fui y aún soy. La soledad me ha dado mucho. Me ha mostrado la diferencia entre las miradas que miran lo externo, y las que observan por dentro. Miradas constantes e incisivas que reconocen que el camino tiene huellas y también olvidos. Que las huellas dejan huellas, que mi vida es mi vida y sólo mía. A veces, la soledad bien me aconseja. Otras me tortura a través del pensamiento, con ese pensar obsesivo que flagela e invalida, que interfiere mi sentir de cada día y me borra la senda del futuro. La que fui, ya fui. Seguiré siendo la que soy pero distinta. Ahora debo cargar más años de recuerdos. Pero la vida sorprende a veces con novedades o asuntos desconocidos y una parece recién nacida. Sin embargo, la soledad no es buena consejera después de amar con insistencia. El amor perdido me dejó más sola que antes. Las muertes me arrancaron querencias. Los olvidos y manos separadas me colocaron frente a un abismo. Sigo en pie, pero no sé a dónde mirar. La ansiedad inesperada me confunde. Sé que hay muchos seres solos sobre la tierra. Sé que la tierra los entierra cuando mueren, y que enterrarse en vida es negar el tiempo que nos queda. Soy yo la que ha buscado esta soledad que duele, la que nos muestra lo que sabemos o intuimos sin preguntar a nadie. Compañera, cómplice y enemiga ha sido la soledad conmigo. A ella y a la libertad debo la escritura, requisitos indispensables para dar a luz mis versos, hablar de lo que he vivido, y despertar las sensaciones de mi cuerpo, de mis sueños, de las cárceles y el viento con que me he encerrado y he emprendido vuelos. La soledad no me abandona, la amo, pero hoy, no sé qué ha hecho conmigo, me lastima más de lo que ayuda. No sé si es más fuerte que antes, o más bien distinta. Y me pregunto: ¿Serán las pérdidas?  ¿Serán los necesarios desapegos?

¿Será la juventud que miro lejos, y una edad que día a día me acerca a mi propia muerte?

¿Será que aún soy niña por dentro, y por fuera el envase en el que estoy se cansa?

¿Será que estar sola cuando estaba todo y todos alrededor era más fácil, y hoy que muchos han partido, la soledad es más sola sin nadie?

Sin embargo, prefiero la soledad a solas que aquella acompañada. Si acaso, acompañar mi soledad con otras soledades, y a su lado estar en paz conmigo misma. Sol-edad -edad del sol- que alumbra mis pasos. Pero hoy, mi soledad es angustia, ansiedad insoportable, orfandad y vacío, temor a volverme loca. Es tiempo en el que nadie existe, ni siquiera una voz en la distancia. Soledad con la que no encuentro, en la que no me hallo, soledad llena de un silencio insoportable, silencio con el que es imposible acallar mi ruido interno. Y no me gusta lo que escucho, es obsesivo, desgastante, dilapida mis horas, y yo las desperdicio como si me sobraran. Y cuando me doy cuenta, lucho con todo para reconstruirme. Al fin y al cabo los solos también estamos acompañados de otros solos. En realidad no es que esté sola, sino que estoy cargando con esta sensación extraña de que nada existe detrás del horizonte, y de lo lejos que estoy de comprender lo que llamamos vida.

Marzo, viernes 4, 2005    

Por alguna causa ajena a mí, han pasado varios días sin las sesiones de logoterapia. Sin embargo, mis pensamientos están fijos en el proceso del reencuentro. Trato de localizar las llaves de entrada y de salida para proseguir sin el facilitador terapéutico. Algo avanzo, pero siento mis pasos inseguros. Hoy al fin, nos reunimos de nuevo. La sesión se llamó “fluir”. Me pidió evocar lo hermoso que me sucedió durante la semana, los momentos felices y aleccionadores. “Estoy enojada con la vida” –dije- y le enseñé este poema:

Estoy enojada con la vida

qué desazón

qué angustia.

Como saeta perdida está mi alma

y mis pasos caminan sin ton ni son por el espacio.

Los días me aprisionan

me desgajan las huellas

¿dónde encontrar las de antes

que con el tiempo se perdieron?

Mario me demostró que más bien la vida está enojada conmigo, porque la abandono, me relajo, y la tensión vital también me abandona. Mi argumento más fuerte es mi madre enferma, ella es mi llanto contenido, el dolor más profundo, lo que me llena de angustia y ansiedad que llegan sin avisarme. Aunque también está el otro lado de la moneda, la llegada de lo inesperado y espontáneo que nos hace felices. Y no hay que pensar demasiado. Pensar nos atora, nos limita, nos hace perder la identidad del día. Vigilar no está mal, pero no hay que tomarse tan en serio. Todo es más fácil de lo que parece. Incluso la muerte. Así estoy aprendiendo de lo sucedido con el fallecimiento reciente de un querido y cercano amigo. Para su compañera, él era su prioridad y en él volcó su vida. Ahora que no está, ella anda perdida, no sabe dónde ponerse, y se ha olvidado que se tiene a sí misma. Nunca hay que fundirse en otro, sino seguir siendo a su lado, cada quien en su propio camino, en el ser de uno, tan sólo acompañada y acompañando. Muy importante dejar fluir, siempre me lo ha dicho mi madre. Si tengo un profundo dolor guardado, he de dejar que fluya para liberarlo y liberarme. Y no temer a la muerte, mucho menos adelantarse a ella, de todas formas sucederá. Mientras tanto, fluir. Todo está en orden. Todo camina. Todo deviene y se transforma. Todo toma un sitio en ti y alrededor de ti. Todo se acomoda. Si dejas que la vida fluya, ella sabrá por donde caminarte.

Marzo, viernes 18, 2005     

De nuevo han pasado varios días sin tener una sesión terapéutica semanal. No entiendo porque mi facilitador da tanto espacio a nuestros encuentros. Hoy no se sentía bien y la sesión fue corta. La titulamos “contento”. Tal vez fue porque me sintió contenta y con respuestas animadas. Hablamos de lo feliz que estuve con mi madre cuando la visité en Cuernavaca un día de la semana pasada, y antes de esto, por el tiempo que pasé con algunos amigos que vinieron del  extranjero. Sentí que se había roto la inercia de soledad que me roía. Quise que durara este nuevo estado de ánimo. Que cambiara por completo y desapareciera la ansiedad tan desgastante. Hablamos de mis momentos gozosos de la vida desde que yo era niña. Y recordé que cuando estoy contenta me gusta chiflar. Me gusta evocar el canto de mi madre, el olor de los camerinos, y la diversión que experimenté cuando la maquillaba para salir a escena. Aunque no lo conocí suficiente como me hubiera gustado, me sentí orgullosa de mi padre, y fui intensamente feliz durante los momentos en que lo vi dirigir la orquesta, o dar clases de piano y de lectura a primera vista en el Conservatorio. Gracias a mis padres, amé la música y el canto que me acercaron a la música de las palabras que es la poesía. Una profunda y extraña felicidad experimenté al  comenzar a  independizarme, a ser yo. Al entrar a la Universidad, gozaba caminar por los pasillos de la facultad, por los jardines. Me encantaba aislarme para escribir los borbotones de palabras que  fluían como ríos y se convertían en poemas. Amé más que nunca el aroma de la tinta sobre el papel en blanco. Fui feliz en mi carrera, y también cuando decidí dejarla para dedicarme por completo a la escritura, a vivir con ella y de ella. Con este cambio definitivo en mis pasos, me di cuenta que soy capaz de tomar decisiones rotundas, y esto me satisface. También he sido una viajera contenta y curiosa por conocer tierras diversas y costumbres distintas. He sido feliz cuando he amado y también he sido amada, aunque hoy siga sola.  

No sé qué sucedió después de esta sesión, por cierto, la última. Mario ya “no pudo” seguir viéndome como mi terapeuta. Me dijo que no tenía tiempo, que podía suplirlo alguien más y seguir con mi terapia. No le creí. Entrelíneas vislumbré algo así como cuando un auto rebasa a otro y se hace una carrera. Tal vez este ejemplo no sea el mejor, pero no encuentro otro. La sensibilidad que nos otorga la poesía, rebasa la palabra común, la prosa de las conversaciones. Rebasa los conocimientos científicos, o los técnicos, y da una dimensión distinta a los hechos. Nos permite ver más allá de lo palpable, y de una u otra forma es premonitoria. Muchos poetas han predicho el día y sitio de su muerte, como César Vallejo en estos versos de inicio de su poema:                  

Piedra negra sobre una piedra blanca

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Y el 15 de abril de 1938 murió en Paris el más grande poeta peruano y universal Don César Vallejo. No exactamente un día jueves santo y con aguacero como lo había vaticinado, sino un viernes santo también con aguacero. De forma similar, yo tenía un presentimiento de que algo estaba por terminar. Mis sesiones de logoterapia se suspendieron. Me sentí abandonada, rechazada, disminuida por el facilitador que me atendió tan solo durante cinco ocasiones. De nuevo tuve que caminar sola para recuperar a toda costa el sentido de mi vida. Aun así, creo que las sesiones en que nos reunimos, me hicieron ver que a veces queremos hallar las soluciones desde afuera, y es en nosotros mismos donde se encuentra la respuesta. ¿Qué hacer ahora? ¿Dónde recomenzar el proceso que se quedó pasmado? Ya no quise recurrir a ningún terapeuta, y reinicié la lectura del libro de Viktor Frankl. En cada página se agolparon infinidad de conceptos: …en busca de sentido, esperanza, destino, curiosidad, sorpresa, pérdidas, carencias, miedo, suicidio, fe, voluntad, libertad interna, capacidad de elección, fuerza interior… y una frase: ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Traté de entender cada palabra, de asimilar cada concepto, y otra frase más emitió una luz que me alumbró el camino: inventar el sentido de la existencia es muy distinto a descubrirlo. Y me di cuenta que cuando descubrí que la escritura, especialmente la poesía, era la actividad más gozosa de mi existencia, ahí me detuve. Me di cuenta que escribiendo pasaba un tiempo sin tiempo y el entorno se desdibujaba; que solo existía el papel en blanco y la tinta para expresarme; que el sufrimiento y las frustraciones existenciales reflejadas en mis palabras y mis versos no eran una enfermedad, sino una especie de cambio de piel y crecimiento para avanzar con el paso siguiente. Lo sabía pero lo había olvidado. Sabía que la única manera de superar un desasosiego, o su contraparte el aburrimiento, era aceptar que una tiene un conflicto interno, y ese conflicto es el precursor del cambio y el equilibrio. Y lo más importante, que mi sentido de la vida es distinto de los sentidos de las vidas de otros. Incluso que ese sentido a veces cambia de un día al siguiente, como la vida cambia súbitamente y nos transforma en otra, en otro. Por profesión, un tiempo fui psicóloga. Por el llamado de la vocación, decidí ser escritora. 

No sé si resolví lo que me agobiaba. Pero ahora ya no busco el sentido abstracto de la vida. A veces no me es posible, y me esfuerzo para no olvidar que la vida se construye paso a paso. Trato de no preguntarle cuál es su sentido. Me pongo a prueba para que la vida sea quien me pregunte a mí sobre ese sentido. La manera de responderle es con lo que hago y cómo ocupo mi tiempo. Por eso estoy de acuerdo con el poeta argentino Edgar Bayley cuando dice: La poesía existe para que la muerte no tenga la última palabra. Y entre palabras mi existencia cobra sentido. Desconozco exactamente cómo y cuándo me contagié de letras, de páginas enteras plagadas de vocablos, pero fue desde niña que me hervía la sangre y me quemaba los ojos con mi propio fuego. Desde niña las venas se me abrieron para expresarme con esa soledad y libertad que nunca dejan de acompañarme. Me entiendo entre palabras. Con las palabras descubro y trato de responder a mis preguntas. Escribir es mi medicina. Lo escrito mi médico, mi terapeuta, el hospital donde se curan mis sueños. Y ya que siempre he estado solitariamente enamorada de la palabra amor, aunque a veces la pase por alto, quiero finalizar este escrito con un poema:

La poesía, es lo más cercano al amor que reconozco.

Su música llena de luz la oscuridad

con que se esconden las palabras.

Palabras que dan forma a lo que nombran.

Luminosas u oscuras

iluminan con sombras lo que nombran.

Viven el lado luminoso de las cosas

para poder nombrarlas.

La vida es oscura y luminosa

con sombra y luz la nombran

y se detienen a respirar para nombrarla.

ANDREA MONTIEL RIMOCH
Texto publicado en la Antología:
La otra historia clínica
invierno 2011