Cementerio de Inolvidables


I
Distancias Sin Olvido

Escudriño los años.
Aparece la edad donde el recuerdo no existía.

Brota el mar
un viento frío entre besos torpes
y ese primer amor del amor desconocido.

Cuando huele a tierra mojada le recuerdo.
Perfilado rostro de confundidas mieles
que por décadas hibernó en mis huellas.

Quisiera ser tabula rasa
e inscribir sobre mi piel su nombre.
Estar vacía y llenar mi cuerpo sólo de su cuerpo.
Que los sueños de entonces
se empaparan de lluvia hasta retoñar
los mundos donde el amor parece que de verdad existe.

La vehemencia
compañera incurable
mágico transcurrir y distancias sin olvido.

¿Realmente morirá el pasado?
Mi corazón lo siente flotar en el aire
y con sus ráfagas golpearle.

Ha de ser su venganza contra la ausencia.

Y el tiempo
clepsidra que no cesa
gotea obstinado encuentros y abandonos.

Aún guardo aquel aroma primigenio.
Le pienso y me crece un jardín por dentro
árboles con raíces desmedidas.

Ramas por todas partes
y de fruta es mi boca.

V
Lejano Amigo

Le quisiera frente a mí para borrar el deterioro
en que se encuentra mi corazón latoso.

Idéntico a aquellos días
en que rodeada por su olor perdía la prudencia.

De esos aromas suyos que decidí prohibirme
deseo una ración pequeña
vivir un tríptico de lunas
y desenterrar el resplandor ya muerto de sus pasos.

Recuerdo que los árboles cercanos a su casa
me parecían más bellos.

Pude respirar el sol
aunque la tarde fuera toda hecha de lluvias.
Mirar las hojas lunáticas de otoño
y la obscenidad con que la primavera se desnuda.

Por él regresé al suspirar de la frágil edad ya superada.

Cumplí el pacto de retoñar en venas
por las que ya no corren lutos.

Aún siento racimos en mis labios
que me perfuman con su nombre
relámpago que iluminó mis días
y calcinó con sed mis manantiales.

IX
Misterio

La noche que me prendió un beso en la solapa
tiré esa mitad de mí que me echa a perder tanto.

Amé sin razones
sin los porqués de siempre
ávida por su paisaje de lino suave.

Con atroz apetito se enredaba en mi cabellera
hasta que me sembró en su ser
y le llamé misterio.

Hablamos de la infancia extinta
y el dolor ajeno que los años nos heredan.

Hablamos de las calles sin árboles y la soledad sin quejas.

Abrazados a nuestras historias construimos
la historia del encuentro que no se busca.

Tal vez mañana la olvidemos
como el mundo suele olvidarse de nosotros.
Tal vez seamos un peldaño
para escalar la cumbre de la muerte.

Y fue una tarde de lluvia
que nos tronchamos las palabras
y nos amortajamos con silencio.

Adolezco de melancolías.

Ante un callado mar de aguas salinas
cavé la tumba donde enterrar sus restos.

El sepelio fue un desfile largo de recuerdos.

El epitafio:
Al quitarme tu piel
me desollaste.

XVII
Intruso

El imán de su piel blanca
cinceló una escultura de cobalto.

Todo fue trazo imaginario
desequilibro en los polos de mis pasos.
La espera
una celda abierta.
La soledad
libertad sin tregua.

Pedí una orden de cateo a los puntos cardinales
para indagar qué hacía consigo habitando en mí sin saberlo.
Nunca me respondieron.

Como alga moribunda floté en mares negros
y con la muerte del brazo invoqué el fin
del aroma que el ardor esculpe:

qué lo anule el viento y la tierra me disperse
qué la luna lo adjetive y el sol me dictamine
qué irrefrenable nos extinga el agua.

El color añil se adueñó del aire
y desimantada su piel se volvió espectro.

Prefiero soterrar presencias
que otorgarle la palabra para buscar mis ojos.
Prefiero aniquilar su perfil de águila
y a quemarropa desaparecerle frente a un acantilado.

Ave de rapiña ladrona de mi descanso.
Intruso con pasaporte falso y boletaje caduco.

La entrada a mis parajes prohibida.
El veto consigna de mis voces.

Demando a su imagen se fermente
hasta que palidezca.

XXVII
Nigromante

Mi amigo nigromante
urde sueños que entretejen palabras
y su mayor truco es fraguar la vida.

Aparecer estrellas de mar
o dibujar ventanas para mirarse dentro
le es fácil.

Su voz lámpara suspendida en la tiniebla.
Sus pasos gotas de lluvia y batir de golondrinas.

Señor de los malabares y sabidurías
que no se las llevará el viento.
Zahorí que vive como el poeta
tratando de pescar la luna en un charco de la noche.

Yo siempre ando pescando lunas y soles y cometas
con una hipnosis que me atolondra.
Si no fuera por eso habría dado a luz mi propia muerte.

Mientras muero
hazme entender la magia del encuentro.

¿Será casualidad
destino
o un dios que nos diseña el paso?

Eso llamado amor
¿es invención del pensamiento
o artimaña momentánea del asombro?

Y los recuerdos
¿sólo voces dentro de la propia voz
o desvaríos del insomnio?

Me has dicho que la nostalgia prostituye la memoria.

Aún así saldo cuentas con los fantasmas que me habitan
y he exhumado con versos
para no olvidarles.


PRESENTACIÓN DEL LIBRO CEMENTERIO DE INOLVIDABLES
DE ANDREA MONTIEL
Martes 19 de julio 2016
Mariángeles Comesaña

Estamos celebrando la iniciación de un nuevo poemario que para mí siempre es un acontecimiento milagroso.
Le doy las gracias a Andrea Montiel por invitarme a la presentación de su Cementerio de Inolvidables. Es siempre un privilegio poder ser parte de este rito, de esta bienvenida que celebra sin duda la valentía de la imaginación y el alma del pensamiento.
Como siempre preparo mi tarde para leer, tomo este bello libro de 77 páginas editado por “trajín”, y me siento a la orilla de sus palabras.
Andrea Montiel ha decidido recurrir al olvido para desenterrar a sus muertos, toma la voz de Vicente Huidobro en uno de sus epígrafes:
“la vida se contempla en el olvido” y camina por este imaginario de palabras en una búsqueda apasionada de su ser.
El poemario se divide en dos partes: la primera se titula Huérfano de Sitio y contiene 28 versos, la segunda contiene solamente un poema y se titula Esquivo.
Desde el principio su lectura me sorprende, cada palabra es un cimiento que sostiene sin reparos los goces y las sombras del camino emprendido. Andrea Montiel llama a las cosas por su nombre y entabla una conversación con ella misma para sacudirse con fuerza esos tiempos idos que han querido llevarse trozos de su existencia.
La imaginamos escribiendo en ese bello departamento donde vive, rodeada de recuerdos: el piano, la partitura, los retratos, la luz que se acomoda en las mesas. Mirando desde sus ventanales los árboles de uno de los jardines que aún subsisten en la Ciudad de México; la imaginamos niña, hija única de dos grandes artistas que le heredaron sin duda la música en el talento de la poesía.
Ahí escribe; ahí va respondiendo a las preguntas de la página en blanco, ahí dibuja con palabras los días transcurridos entre sueños y vigilias. Cada poema evoca los fantasmas que asaltan de pronto la memoria, las heridas que juegan a esconderse en el camino que se pierde cuando encuentra su destino.

“Entre espejismos de mediodía
y amaneceres que nunca llegan
mi corazón se nutre de sí mismo
Admite que vive entre fantasmas
Donde la muerte es mentira
Para sucumbir sin culpas
Y la vida una farsa
Para justificar los días”

Leo y releo estos versos bien pensados, que deciden salirse de una estructura racional, desenterrarse para hablar por sí mismos. En ellos se asoma la distancia, se cuenta la historia, se delimitan territorios, se describe la soledad, los “días en que la tarde es tumba/ y las noches insomnio de aquelarre”.
A la orilla de su voz escuchamos a la poeta murmurando secretos frente al espejo del paisaje que lleva en la memoria; haciendo de la piel una otredad que alcanza la cúpula de un beso, y que recrea caricias en el silencio erótico y evanescente.
En su poema Distancias sin olvido nos lleva a la nostalgia, a ese tiempo sin tiempo y sin recuerdos, de esos “los mundos donde el amor parece que de verdad existe”.
“Aún guardo aquel aroma primigenio. / Le pienso y me crece un jardín por dentro/ árboles con raíces desmedidas. / Ramas por todas partes / y de fruta es mi boca.
Al filo de un horizonte mágico estos poemas recrean atmósferas y paisajes inhabitados, y nos enseñan las trampas del viaje, el oropel de los encuentros efímeros.
“sé que fue invento del deseo/ por los tonos technicolor de sus rasgos/ Hoy le reduzco a un personaje de película/. Y esta historia a un filme infinitamente melancólico”
En el idioma del encuentro desencuentro, con la tinta de esos momentos en que se da el todo por el todo, sin medir riesgos, ni distancias, sin escudos que protejan, Andrea Montiel escribe los poemas Habitante Perpetuo; Impenetrable, Lejano Amigo, El Universo del Incendio, Enfermo de Mar y Selva, “Espejismos, Misterio. De este último leo:
“La noche que me prendió un beso en la solapa/ tiré esa mitad de mí que me echa a perder tanto.
Amé sin razones/ sin los porqués de siempre / ávida por su paisaje de lino suave.
Y lo termina diciendo:

Adolezco de melancolías.
Ante un callado mar de aguas salinas/ cavé la tumba donde enterrar sus restos.
El sepelio fue un desfile largo de recuerdos.
El epitafio:
Al quitarme tu piel/ me desollaste.

Andrea Montiel devanó una madeja para tejer el olvido, puntada tras puntada el hilo fue urdiendo un tiempo que confiesa haber vivido en su regazo, un tiempo suyo que reclama, que implora, que señala el camino equivocado, que se declara vencedor y vencido.
Le llama cementerio a sus inolvidables y en él descubre un vivero de ojos que la miran buscando la soledad “como un feroz apetito”. Hay que ser una poeta muy valiente para decir:
“mi corazón está huérfano de sitio”
para escribir el inventario que recorre su noche rasgada por la historia; para disponer de las palabras como cuchillos afilados y decir:
“El atardecer también muere distinto
Algo le duele como a mí
Y fallece ante el crepúsculo.”
Sin proponérselo, sus poemas evocan la fortaleza de Alejandra Pizarnick, la transparencia de Gabriela Mistral, la pasión de Sor Juana…
En este viaje que emprende sin piedad por las espinas del olvido florecen buganvilias, encinos, palabras-flores, aromas, los oyameles, las parotas y las ceibas, acantilados, amaneceres entre brasas.
Con suavidad y sin florituras Cementerio de Inolvidables toca puntos cardinales de la vida: la soledad que hiere, la compañía que pasa de largo demasiado rápido y deja huecos y huellas, la ausencia que nos devora, el manantial del silencio que nos habla, la fiebre del deseo, la belleza que duele, el misterio de ser.
Cuánto dolor, cuánta melancolía, cuánto miedo, cuánta sabiduría dispuso Andrea en el hueco de la ternura. Para hilvanar todo lo que produce en nosotros la lectura de cada uno de estos versos, es necesario caminar en el vértigo del abismo que los invade, reconocer el cielo y el infierno que los trastoca, subir al punto más alto de su horizonte y recuperar la esperanza.
Cementerio de Inolvidables traza un camino para entrar en el olvido que seremos, mostrar cómo adueñarnos de la vida y descubrir la intimidad de la existencia.
Qué somos al final en el espacio y en el tiempo,
“sedientos de tinta y canto, nos dices,
somos barcas anhelando
faros
y puertos
y playas
una morada donde soñar en diálogo
donde dormir en dueto”


Comentario de RAMIRO RUÍZ DURÁ sobre
“CEMENTERIO DE INOLVIDABLES” de Andrea Montiel:

Es una tarde de junio. Me he puesto el traje gris y la corbata negra, para sentirme acorde con el lugar que pienso visitar. Contemplo la portada —la puerta diría yo—de este Cementerio de Inolvidables, cuyo nombre, por sí solo, despierta ya la envidia en el visitante.
No sé si es mi imaginación, pero al abrir el libro, me parece escuchar ese sonido sordo y oxidado, ese gemir que emite una herrumbrosa puerta, cuando se abre después de mucho tiempo.
Topo primero con una maravillosa y enorme construcción, en cuyo dintel puede leerse “HUÉRFANO DE SITIO”. Hermoso edificio éste, precioso poema “de largo aliento”, como los que le gusta construir a Andrea… Muralismo poético que esclarece motivos, rompe secretos y concede al lector el espacio imprescindible para emprender el vuelo.
Penetro en la penumbra de sus vitrales… Se escuchan voces… Es la autora, que monologa, o quizás dialoga a una sola voz, con su propio corazón.
Andrea lo acusa ante el lector:
Mi corazón amó personajes inventados
Asiló a tantos inquilinos
que sus versos se agotaron
Lo denuncia:
Para sobrevivir culpa a mis sueños
y al abismo que llamamos esperanza
Después, lo justifica:
Agazapado entre sombras
habita su soledad junto a la mía
Confiesa sus errores:
Culpable soy por guiarle con brújulas equívocas
Y, por fin, lo comprende y lo perdona:
A fin de cuentas tiene la costumbre
de romperse
Ya no hay duda… la poeta y su corazón son cómplices de vida y de por vida. Ambos están enamorados del amor, y lo confiesan a dúo:
Sedientos de tinta y canto
somos barcos anhelando
faros
y puertos
y playas
Una morada donde soñar en diálogo
donde dormir en dueto
Abandono este gran mausoleo y continúo por los caminos de papel y de tinta, de este Cementerio.
No privan en él, los panteones suntuosos y adornados, ni hay estatuas con arcángeles de piedra, lanzando al aire inútiles llantos de trompeta. Encuentro, en cambio, muchas tumbas pequeñas, austeras, alineadas en el tiempo, que fue borrando nombres pero dejando cruces, muchas cruces que quedaron clavadas para siempre.
Sigo leyendo lápidas que son poemas e imaginando fechas y rostros y momentos. Algunas de ellas conservan aún la nostalgia de la inocencia juvenil, como aquella que dice:
Escudriño los años
Aparece la edad donde el recuerdo no existía
Y otro epitafio afirma:
Desearía adolecer como hace tiempo
Me detengo ante la tumba de un LEJANO AMIGO. Con maravillosa candidez, alguien ha escrito:
Recuerdo que los árboles cercanos a su casa
me parecían más bellos
Para recordar después:
la obscenidad con la que la primavera se desnuda
y confesar:
Por él regresé al suspirar de la frágil edad ya superada
Poco a poco, incurro entre criptas que adivino más recientes, historias a lo mejor recién vividas, muertes a lo mejor, menos lejanas.
Leo una losa:
la noche que me prendió un beso en la solapa
tiré esa mitad de mí que me echa a perder tanto
Otra, más atrevida, cuenta:
De nuevo la noche me posó
junto a aquel mar obscuro de su cuerpo
Entonces hubo luz
bengalas
cristales de colores
Y una tercera, lanza la blasfemia:
Vayamos juntos a perdernos en Dios aunque no exista
Todas dicen y aportan. Todas cuentan esa historia-leyenda de amores, desamores y vida que, por siempre, se ansía y se recuerda.
Pero la historia no permearía al lector, ni sería capaz de despertar nuestra nostalgia, si cada lápida no hubiese sido escrita por una mano magistral, como es la de Andrea Montiel.
Qué difícil… qué difícil escribir poemas amorosos sin caer en el lugar común, en la palabra estéril, en la cursilería barata. Andrea huye de los moldes poéticos del romanticismo clásico, y expresa el amor sin tapujos, con toda su fuerza, con toda su actualidad, con la palabra cotidiana pero exacta.
Y no hay en su cementerio, lápidas que hablen de “dientes como perlas”, ni “ojos color de mar” ni “suspiros al viento”.
No, Andrea no nos vende el amor en estampitas, nos lo hace sentir en todo el cuerpo, porque —nos queda claro— que ella y su tertuliano corazón, lo han vivido así siempre.
Y así, a lo largo de todos los poemas o tumbas, la sensualidad y el amor se entretejen con fuerza, pero no se confunden.

Hay una cosa en la que, sin embargo, Andrea nos ha engañado. No es éste un Cementerio de Inolvidables. Yo diría que es más bien, un Museo, un verdadero Museo de Recuerdos y —por definición— los recuerdos no mueren, so pena de dejar de serlo. Habremos de cargar siempre con ellos, o como dice la autora:
hasta mutuamente
perdonar
nuestros recuerdos
Cierro el libro. Se me queda en el aire y me aturde, esa pregunta omnipresente que la autora se hace:
¿Realmente morirá el pasado?
Gracias Andrea, gracias por este maravilloso regalo, por este libro de amor, por este Cementerio de Inolvidables que nos invita a recorrer, varias veces y a solas, nuestro propio cementerio.


Cementerio de inolvidables De Andrea Montiel
30 de Junio de 2016
Quiero iniciar diciendo que no solo es un honor tener la oportunidad de presentar uno de los libros de una poeta que admiro mucho, también fue buen un reto para mí. Les diré que conforme me acercaba al libro y entraba a un poema, penetraba su belleza, su dulzura; cruzaba las cavernas que habitan bajo su piel y lo vivía todo. Pero resulta que lo atravesaba. Acababa al otro lado del poema sin darme cuenta. Entraba a otro, quería empezar a tocarlo con mis palabras desde algún lugar, y no podía, terminaba de nuevo fuera del poema y viéndole la espalda. En verdad me detuve a pensar por qué estaba sucediendo esto. ¿Cómo es que se puede habitar enteramente en un poema y después hallarte fuera de él sin darte cuenta? Como si le soplaran antes de tiempo y se te escapara, “como si te lo vedaran de la vida”. Esas fueron las palabras que lancé al aire y se conectaron con la bruma. Ahí fue que me di cuenta que el libro flotaba. Y que Andrea había muerto.
Los poemas no tienen anclas, más bien fueron soltando lastre para tomar más altura. Por eso no los alcanzaba con mis palabras. El libro era el que me atravesaba, flotaba por todos lados, y Andrea ya no estaba. Y no murió una sola vez, murió dos, tres, cuatro o hasta cinco veces para escribir un cementerio como este. Ahí encontré el majestuoso desfile de los muertos, los peñascos infernales que fueron recorridos en vida, y las fosas sin nombre.
Quedé feliz. Por doloroso que parezca haber vivido. Yo, había encontrado a Andrea en el cementerio.
Entre instantes que toman su tiempo, que se entregan con mansedumbre para lastimarse lo menos posible, llegan los encuentros, se acarician entre los rincones donde se apagó el tiempo, y se despiden a quemarropa.
Hay que morir para vivir.
No son los años
Es la cantidad de vida en los años.

En su niebla surcan la mayoría los espíritus del deseo; libro personalísimo del dolor que no se comparte, días en los que toca comerte la muerte solo bajo la única barda de la que colgaba el diablo.
De ahí la exacta captura de Javier Gaytán, es poesía vertiginosa, de húmedas cicatrices y heridas que se regeneran, así como de victorias de un corazón sumamente vivo.
(Felinos – pag – 36 )
Un sabor de dos nació
Sabor a madrugada
Y en un halo atrapados
Nos adueñamos del silencio.


Y me quedé esperando
En el violento abismo
Que significa Enamorarse.

¡Pero son amores! Y nadie, ningún amor, ni el más huidizo, el más fugaz, nace en un cuerpo que está solo; ninguno cabe en el tamaño de su propia muerte. (Eugenio Montejo)
Porque amar
es volar entre el fuego con las alas mojadas
renacer de los accidentes que ocasiona vivir a flor de piel.
¿Podría ser un peldaño para escalar la cumbre de la muerte? Sí.
Cuando uno tiene la fortaleza de convertir una relación en un libro puede matarlo todo.
Nadie, sin la mirada limpia, sobrevive a la poesía.
Pero también aquí, la maestría bajo tierra se hace dueña de los bailes.
La forma en la que se mueven sus palabras al compás de sus acentos…

  • Vivos de vivir en vida muchas muertes –
  • Sibarita noche de son en calor y compás de madrugada –
  • A primeravistaencuentro –
    Extraordinaria es la habilidad de haberte transformado en un canto
    de habitar en los tonos de los días
    en los instrumentos del aire
    en las cuerdas
    en la percusión de la vida.
    ¿Qué se siente ser tan suave?
    ¿Cómo se recorren los caminos sin tener que caminar?
    ¿Qué se siente flotar en los oídos de la existencia?
    Tú, maestra, resides en la melodía de las palabras.
    El arte que tiene para desprenderse y deshabitar este libro es natural. Ella ya no está impresa, queda solo su esencia labrando
    sin gravedad
    el oficio del poema
    después de los suicidios.
    Cantos siempre, y su estado gaseoso en ocasiones te permite respirar poco. No podía ser diferente en un cementerio. Así se escribe desde el confinamiento.
    ¿Pero dónde queda el corazón de Andrea? En todos lados y en ninguno. Cuando uno es capaz de despedirlo todo:
    (Pag 74 )
    tiempo…
    te enrollo,
    te deposito en mi caja silvestre
    y me voy a pescar con tu hilo largo
    los peces de la aurora. (P. Neruda)
    Cuando uno es capaz de despedirlo todo, resucita.
    La volatilidad con la que escribe Andrea la hace renacer una y otra vez entre las palabras.
    Recupera su ligereza en cada mañana y nos entrega no solo la esperanza que produce el haber amanecido, también nos obsequia varios, varios féretros vacíos para acomodar nuestra desdicha.
    ¡No hay porqué cargarla! Hay libros como éste que te ofrecen descansarla en compañía.
    Vivir y morir tantas veces, es el acto cotidiano de habitar con fuerza en esta tierra, pero es una travesía que sólo podríamos explicarnos a través de las palabras de este libro.
    En este cementerio, están las muertes que ocasiona haber vivido.
    En esta mina de soledades y besos entre cortinas
    basta con el enorme daño de ser inolvidable.
    27 poemas, uno poema de bienvenida y otro más de despedida para un total de 29. 29 historias que se entregan en este libro (que bien podría ser una). Con exquisitos bocadillos de Pablo Neruda, de Eugenio Montejo, Vicente Huidobro, Paul Valéry, Jorge Luis Borges… y un poderoso epílogo de Javier Gaytan Gaytan.
    Este libro no nada más es un libro útil para la literatura. Yo, aquí, además de disfrutar de la delicia de embarcarme en la poesía a través del oleaje de Andrea, también pude depositar a mis muertos en sus palabras, hacer el libro mío y honrar esos romances pendientes que te rondan la cabeza, esas relaciones que se transformaron en fantasmas porque son inolvidables y no deben opacarse en el presente, pero tampoco tienen el derecho de estorbarle.
    Podría quedarme a vivir en este libro
    y quisiera, sin duda alguna, morirme en este cementerio.
    Tu fuego arde
    arde bien
    y junto a la poesía
    seguirás encendiendo este infierno que es la vida.
    Gracias Andrea
    por este Cementerio de Inolvidables.
    Y muchas gracias ustedes por recibir este libro.
    Carlos
    Wilheleme

Transpiración en escritura viva

Presentación del libro Cementerio de olvidables,

de Andrea Montiel

Todo libro es –no de algún modo, sino en el mejor de su modos– un cementerio. Si las letras que lo conforman juegan al despertar del soplo de un sonido guardado en un trazo, las palabras, las oraciones, los mensajes configuran por destino paricularmente poético el sentido etimológico detrás del vocablo cementerio: ‘dormitorio’, ‘lugar del acto de dormir’, referido a los muertos.

            Si lo pensamos un momento de ese modo, las palabras depositadas en un libro son los cuerpos latentes que insuflaron vida en los instantes a los que nos remiten las eventuales lecturas. Pero entretanto duermen. Y justamente porque duermen deviene la promisoria condición de un despertar. Dormir invoca un despertar. El cementerio no es un aniquilatorio, sino un dormitorio, y en nuestra cultura refrendamos eso asumiendo a los muertos en el descanso, el reposo y la, al menos velada, idea de un despertar que vendrá.

            Los muertos duermen y las palabras también. Ambas entidades descansan en sus tumbas, en sus urnas o en sus féretros unos y en las letras las otras. Dijo Platón alguna vez en boca de Sócrates que el cuerpo es la tumba del alma (sôma psychês sêma) en un juego de palabras donde sêma es lo mismo túmulo que señal, tumba que signo.

            Todo libro es, pues, un cementerio en el que los muertos sepultados (los vocablos, los sentidos que tuvieron vida) habrán de despertar a la vuelta a los ojos que es el insuflar de una lectura. A eso nos invita Andrea Montiel en su Cementerio de olvidables. Es un portal que nos da acceso a los pasillos de tumbas que el poeta no va a olvidar, no ha podido olvidar o no ha querido olvidar por un compendio de circunstancias que, vueltas código poético, revelan el mundo sensorial y espiritual de una voz que nos regala su transpiración en escritura viva.

            Andrea nos deja entrar a su túnel y nos deja ver y caminar sus corredores. Es la propia guía de un recorrido por el más allá de un pasado que palpita aunque pudo y hasta quizá debió haber muerto.

            El paseo tiene coordenadas y puntos clave, escalas. Los epígrafes de entrada, por ejemplo, son advertencias, letreros en el ingreso al portal, en donde queda de manifiesto el marco existencial en que se mueve la poeta y donde nuestros pasos andarán bajo sus propias percepciones. Eugenio Montejo deja el rótulo «ninguno cabe en el tamaño de su muerte»; Tomás Segovia abre el oráculo inicial del frontis de esta suerte de entrada al templo, previendo lo que puede sobrevenir una vez convocadas las fuerzas del atrás en el tiempo y la vivencia: «El recuerdo enamorado / con el fuego de su aliento / abre las flores más secretas / del pasado…»; y Huidobro sentencia la mónita sagrada con el peso atávico de las viejas máximas: «La vida se contempla en el olvido».

            Andrea Montiel recorre su itinerario poético (la ruta interior que se convierte en su escritura) convencida de la carga vital de esos recursos. Rótulos, frases oraculares y máximas se reparten en el libro con la dosis necesaria para hacerse especiales en el momento justo, a lo largo y a lo ancho de senderos y planicies que configuran la geografía del recuerdo de nuestra poeta. Como en todo mapa, la proyección emocional y sensitiva de Andrea, hecha poesía, contempla honduras y ascensos, ciénagas y valles, bosques y enormes baldíos. La intensidad de la autora es el carácter que camina a lo larto de esa geografía: ya sube, ya cae, ya tropieza, ya se sienta a reposar, ya dormita, ya corre, ya se para a alzar los ojos o a agacharse o a gritar de desahogo y de angustia.

            Cementerio de olvidables, que de suyo es una persistencia en el recuerdo, nos abre una orfandad, que es una evidente dimensión del tema vertebral: el olvido. En “Huérfano de sitio”, la sección inicial, Andrea afronta el primer paso con un aserto oracular que advierte al tiempo que conduce: «Mi corazón amó personajes inventados». Una fantasmagoría que late, una ficción que respira están guiando los pasos de quien se devuelve al pasado para que no se evanezca y para rehabitar el recuerdo, pues es la única forma de recuperarlo. El recuerdo sólo visto de nuevo es un repaso, el recuerdo revivido es cabalmente la nostalgia. (No es casalidad que el término haya nacido desde una construcción semántica que es poética de fondo: nóstos ¦ ‘regreso’ y álgos ¦ ‘dolor’; de tal suerte que el recordante nostálgico trae el dolor por un regreso y va por él, lo recupera, lo reviste de nuevo, para volver a ser y estar en el allá de atrás. Y esto no puede hacerlo el recordador repasante, quien solamente ve atrás como en un retrovisor para seguir la marcha en el vehiculo de sí mismo.)

            Pero también sucede que Andrea introduce a sus lectores en un sendero de espejos donde cada cual activará sus historias por reminiscencias ajenas, las de la poeta, activadas por las fórmulas que son los rótulos, los oráculos, las máximas. La sección inicial continúa y la voz del libro afirma que ha de purificar al ser evocado «en las tinieblas de un aparente olvido». O aquí juega Andrea al referente clásico o simplemente carga el arquetipo viejo como el tiempo: purificar en las tinieblas de un olvido suena a sumergirse en las aguas del olvido para las almas del arcaico mito griego. Y adivinen: el lago de esas aguas se llama Leteo, que significa ‘olvido’. Y adivinen más: Leteo es una extensión en nombre propio latinizado de léthe, que es la médula de la palabra a-létheia (Alicia), que unos traducen como ‘lo que no se olvida’ gracias a esta palabra o como ‘lo que no pasa inadvertido’, por el verbo asociado en raíz lanthánein. Así las cosas, olvidar y pasar inadvertido son nociones emparentadas en la mente agriega arcaica.

            El corazón de Andrea, en ese arranque preliminar del poemario, se confiesa huérfano de sitio. El lugar, el estar en un lugar, el ser de un lugar, son por supuesto condiciones de origen. Se echa raíz, se acordona y anuda un ombligo, y por eso carecer de sitio es carecer de figura progenitora. Se es de padres como se es de sitio. Y desde ahí la poeta se lamenta de que el evodado ser no sepa «dónde están los corazones de otros» y que more «con la vida escindida / dislocada / dispersa / en ninguna parte». Y es que la conexión des-encontrada, des-ubicada (valga la paradoja) de Andrea y el ser invocado operan en las magnetizadas zonas de la orfandad de sitio y la ninguna parte. Ahí donde no se está, donde nada puede estar, están los amores extraviados. Como no son, no son ahí, están ahí.

            El amor ido de Andrea, el amor ya no sido, mas invocado, en un juego que es de reduplicación pero debe obedecer a la reintegración, ejecuta los pasos de lo ajeno: habla con su sombra las otras voces de su propia voz y con sus ansias también, pero sobre todo

                        Ciego sin rumbos camina

                        y entre el aire enrarecido respira.

            La entidad no es un afuera, es un intenso adentro, una cavidad –como el dolor– y, por ende,

                        En el encierro

                                    podrá recuperar su aliento.

            Es en el centro de ese –como llamó Alfonso Reyes a Elektra– “contorno de ser” donde deviene la acusación del ser vivo en que es la poeta:

                        Admite que vive entre fantasmas

                        donde la muerte es mentira

                        para sucumbir sin culpas

                        y la vida una farsa

                        para justificar los días.

            El poema en su itinerario se reveló en constancia súbita desenmascaradora y develadora de un personaje y una existencia, la de todos: la vida. Porque el amor y el desamor son el frente y el atrás de un espejo donde no hay nadie que no se haya reflejado. Si me pasa a mí, te pasa a ti, nos pasa a todos.

            El arranque del poema se cierra, no sin soltar sus pareados como estribillos oraculares que dan cuenta del último intento de la imagen invocada para lidiar con el transcurso:

                        De ceniza se convierte en flor

                        y ofrece sus pétalos al tiempo.

            El libro pasa entonces a las veintisiete estancias donde la entidad en juego saldrá del olvido para hacerse, por la vía poética, inolvidable.

            En el recorrido vamos desde las “Distancias sin olvido” justamente hasta el “Nigromante”, suerte de sacerdote del rito que ha cobrado vigencia para despertar las muertas palabras y al amor sepultado en la arcilla del tiempo.

            Andrea se pregunta si realmente morirá el pasado y encuentra que el ser convocado en el acto mediúmnico de la poesía ha de tener una venganza contra la ausencia:

                        Y el tiempo

                                               clepsidra que no cesa

                        gotea obstinado encuentros y abandonos.

            Sí, Dalí, el tiempo escurre desde un grifo y nos lleva en la cuente desquiciante de las gotas. La vida se mide por reencuentros y consecuentes abandonos. Por eso Andrea tiene sembrada la memoria de palidez y sólo dio por muerto a su ser amado para olvidar y adormecer su nostalgia.

            En “Habitante perpetuo” encuentra la escritora la nueva residencia, su cárcel de ayer renovada en el hoy desde el poema:

                        Vivos de vivir en mida muchas muertes

                        amputamos recuerdos

                        amortajamos pieles

                        y hacia el muladar de los olvidos partimos.

                        […]

                        En el presidio que habita la esperanza

                        somos polvo entre el polvo

                                                           invernadero de lágrimas resecas.

            Por un acto similar al viaje iniciático (es decir, la misma alquimia), Andrea va hacia atrás –que no es sino decir hacia sí misma en dirección al origen–, regresa, para habitar el espacio que dejó una vez abandonado. No es extraño que un título de 1993 se llame La casa errante, pues la poeta vuelve a ella para rehabitarla recordándola justamente en el poema “Impenetrable”:

                        Habité una casa de llamas extinguidas

                        y el oscuro resplandor de la tristeza.

            El poemario avanza y la autora siente en el recuerdo todavía –es decir, en un de nuevo que se descubre continuado y nunca concluido– racimos en sus labios que le perfuman con el nombre amado.

            El recorrido sigue con el universo de un incendio y una enfermedad de mar y selva. Ahí, por una ósmosis amatoria, la poeta recuerda haber crecido en una risa «como las selvas crecen» y, como maga mutante autorreconocida, lanza el verso de un credo único: «Vayamos juntos a perdernos en Dios aunque no exista», paso necesario para llamar al olvidado desde la pregunta («¿dónde está su ser cuando se aleja?») y la respuesta («Con él quise vivir mi muerte»).

            La poesía aquí vertida también sabe de números y operaciones en el tiempo. Andrea recupera la ecuación amorosa en que se supo una:

                        Fuimos de cuando en cuando dos

                        uno y otro en el futuro de ayer

                        tormenta y calma de hoy

                        confundidos

                                               distantes

                                                                       uno solo.

            Ésta es la forma en que –lo dice versos más adelante– extiende sus brazos para abrazar el tiempo que llama nuestro y miró entonces cómo de dos se hicieron uno. Y remata:

                        Nosotros

                                               al vivirnos

                                                                       fallecimos

            En el poema “Espejismos” reencuentra la autora su casa flor y en el “Misterio” que le sigue tiende el epitafio de una desnudez completa y cruel:

                        Al quitarme tu piel

                                    me desollaste.

            Y a ese ritmo nos lleva luego entresacando revelaciones del acto del amor que pierde a todos. Sabe que se quedó esperando

                        en el violento abismo

                                               que significa

                                                                       enamorarse

y se encuentra deambulando como esos deseos «y ese adivinar que da vida a los encuentros».

            Y entre los otros mundos que interfieren, entre pasos y ojos, letras y páginas, se pregunta si debe desquerer, verbo cruel por sus implicaciones graduales, pues no es tanto no querer como ir paso a paso desprendiendo ese querer que fue.

            En el poema “Para escuchar la ausencia” se desdobla también Andrea en una voz que dialoga con los interlocutores propicios, los árboles, con quienes habla a solas para que nadie la interrumpa. Y es tal vez esa cercanía vegetal, orgánica, elemental, la que saca otros rótulos oraculares:

                        dónde termino yo

                                               o dónde termina él

                        Sola ante el universo respiro hasta acabarme el día.

                        […]

                        Hay brechas que tienen corazón y otras que no lo tienen.

                        […]

                        Nunca tuvo final

                                                           y posee todos los inicios del camino.

            Es entonces que, ya avanzada la mitad del recorrido, llega la autora al nombre, a la casa llena del nombre invocado tácitamente, a los ojos que son un cíclope porque con un solo ojo se miraron mutuamente; luego va a una primera-vista-encuentro que acaba siendo una jitanfáfora que evoca nuevamente unos ojos; pasa por una brasa de olvido «entre ritmos de jazz y cantos gregorianos / en las migajas del pan sobre la mesa», donde la nueva estancia despierta la pregunta: «¿Por qué entonces el miedo a perder lo que no tuve?», y hace surgir un inventario a partir de la certeza de vivir desposeída. Y todo inventario, lo sabemos, es el vértigo de uno mismo en esas todas partes de la historia propia. Ahí también es donde sabe Andrea que «Bastó el enorme daño de ser inolvidable» y que por él transitó laberintos.

            Sí, es aquí que sabemos que el libro ha sido un palacio de extravíos, un interminable silabario al mismo tiempo que un camino que fuera manso hogar. Y en aras de los extravíos el lenguaje también se retuerce, al fin oráculo:

                        Escapar de él quiero

                                                           escapar quiero

                                                                       quiero de él

                                               todo de él habría querido

                        […]

                        La tarde me parece más triste que la más triste de las tardes.

            Para el cierre, Andrea hace preguntas al mar («¿será un sueño de sí mismo?») y frente al sol revela que «la palabra amor invadió todo resquicio», a tal grado que de tanta vida miró a la muerte.

            Andrea lucha con las palabras, cincela, enumera quiénes fueron ella y su amado en lengua rito; despierta del silencio la invocación y sabe como lo antiguos magos que todo ha sido sueño, que «el sueño muere cuando se realiza» y confiesa su herida:

                        Me duele este sueño roto

                                               el más hondo de mis sueños.

            Y le toca al nigromante, al zahorí, dar respuesta al cuerpo renovado en la memoria en el portal que da salida de ese viaje poético, onírico, cementérico:

                        Aun así saldo cuentas con los fantasmas que me habitan

                        y he exhumado con versos

                                                                       para no olvidarles.

            El libro brinda rótulos también al dar el adiós desde el pórtico. Valéry, Neruda y Borges se unen en el código de advertencia del misterio vivido y la condena ante la belleza. Y el poema “Esquivo” deja en el ambiente la sombra de un aire que ha pasado y tocado.

            Cementerio de olvidables deja en el lector la carga de un viaje, un descenso y un sueño despertado. La poesía no sólo abre los ojos. A menudo, como en esta obra, induce al interior del sueño, de los ojos cerrados, donde el olvido se reintegra a la vida rememorada, recordada, hecha firme duermevela.

Fernando Coona

Centro Histórico, Ciudad de México, julio 19 de 2016