NACIDOS PARA SOBREVIVIR II
La historia de una niña que nunca olvidé
Cuando me dejaron en la estación casi no podía caminar. Me encontraba en medio de miles de refugiados tratando de cruzar la frontera y uno era parte de todo y todo era parte de uno. Nadie preguntaba ni esperaba nada, el pacto de paz germano-soviético que habían firmado Stalin y Hitler no había sido respetado. Las tensiones entre ambos países se intensificaron y comenzó una guerra ante la cual Rusia no estaba preparada. Había caos por todas partes. Los trenes cerrados eran para los militares y los de ganado, como en el que viajé, tenían plataformas abiertas con techos en los que transportaban a los refugiados de muchos países. Me encontré miles de personas, con papeles, sin papeles, rumanos, yugoslavos, polacos, checos, todos escapando de los alemanes. Los rusos tampoco estaban preparados para recibir a tanta gente y mucho menos controlarla. La desconfianza era total, la anarquía completa, y un miedo terrible por las infiltraciones de una gran cantidad de espías de diferentes países.
Al subir al tren estaba lastimado por todas partes. Tenía los pies destrozados y reventando adentro de las botas. La cara y los ojos totalmente hinchados. Heridas en la cabeza, y las manos que apenas podía mover, las vendé para protegerlas. A punto de partir, vi a una mujer que corría hacia el tren con una criatura en los brazos. Quería subir. Yo estaba sentado en el borde y traté de ayudarla. Me dio a su bebé primero, y al tomar su mano, se deslizó y cayó en la plataforma. Me quedé sorprendido en el vagón lleno de refugiados y con una preciosa niña de inmensos ojos azules, tal vez de apenas dos años, sin saber qué hacer.
Mis sensaciones eran tremendas, todo lastimado y adolorido, y con un pequeño ser humano que ni siquiera sabía cómo tratar. Entre los refugiados había muchos escapando con sus propios hijos y no querían ocuparse de ella ni de nadie más. Yo, un muchacho que apenas cumpliría diecisiete años, ¿qué podía saber de niños? Me las arreglé como pude. La pequeña todavía no tenía dientes y le daba a comer pan duro y seco mojado en agua caliente. Nunca he podido olvidar cuando me abrazaba y con sus manitas me acariciaba la cara. Si la dejaba un momento, me perseguían sus preciosos ojos azules, su carita redonda y sus mejillas coloradas. Toda ella con los típicos rasgos de campesina rusa, pero en especial, sus ojos y su mirada a la vez penetrante, tierna, y profunda como un mar azul. Tenía expresiones que decían mucho y al mismo tiempo nada. Creo que ella entendía lo que yo le decía, no lo sé. Y le hacía preguntas: “¿cómo te sientes? ¿qué quieres comer?” Me angustiaba mucho, pero a ninguno de los hombres y mujeres alrededor mío les importaba. Además, durante el trayecto, a cada momento nos revisaban los papeles, y para un extranjero como yo, era más difícil. Me clasificaban como espía aunque no lo fuera, y si me ayudaban era en último lugar después que a los demás. La situación se complicaba con la dificultad que tenía para utilizar las manos y las vendas que me impedían los movimientos. Y aquella niña las veía, y a su manera me preguntaba en ruso qué eran esos trapos alrededor de mis dedos y si me dolían. Estas vivencias me impactaron hasta lo más hondo de mi corazón.
Recuerdo que esta hermosa criatura tenía una crucecita rusa colgada al cuello. Cuando le daba un baño, de inmediato colocaba su manita sobre la cruz para evitar que la tocara. Su reflejo era increíble, con cualquier movimiento hacía lo mismo. Parecía como si quisiera proteger algo que tal vez su madre le enseñó. Nunca lo sabré. Si acaso se quedaba dormida y tenía un momento para mí, lo único en lo que podía pensar era en la familia y en lo que había dejado atrás. Pensar hacia delante era difícil. Ni siquiera me era posible imaginar lo que podía pasar al día siguiente, ni lo que en realidad era la Unión Soviética. Porque Lituania, con el sistema comunista que le estaba siendo implantando, no dejaba de ser un país democrático. No se podía quitar años de regímenes “normales” o no comunistas. Durante mucho tiempo su postura fue una democracia abierta. Pensaba también en lo que podría esperarme al cruzar la frontera, y de nuevo regresaba al pasado, a los recuerdos inmediatos de sólo algunos días atrás. Y si acaso con mis pensamientos trataba de imaginar el futuro, sólo me preguntaba cuestiones básicas: ¿hacia dónde voy, qué va a suceder, qué voy a comer, dónde voy a dormir, qué voy a hacer?
Viajamos varios días. El tren hizo una parada y la policía militar bajó a todos. Nos pusieron en fila para una revisión con la que decidirían quién partía de nuevo y quién se quedaba. Su interés era detectar personas que hablaran ruso y polaco. Al identificarme como conocedor de ambos idiomas, además del alemán, me llevaron a la comandancia de la estación. El hecho de hablar alemán les extrañó de sobremanera, y para mí, la situación era peligrosa por lo cual debía actuar con cautela. Dejé a la niña encargada con una mujer que viajaba junto con los demás que comenzaron a hacer colas inmensas. Ya frente al comandante mostré mis papeles, incluso el que tenía sellado cuando pasé la frontera y estaba “limpio”, sin antecedentes, y recomendado por el personal de pasaportes. Les comenté que iba en camino hacia la Escuela Militar Rusa a realizar mis estudios. Nadie hizo caso a mis comentarios, me quitaron la chamarra militar que traía puesta, que por cierto se quedó allá para siempre, y me vistieron con camisa y pantalones militares iguales a los de ellos. La sorpresa mayor fue cuando escuché sus palabras: “Desde este momento trabajas para nosotros, olvídate de la escuela, aquí vas a aprender más que en ningún otro lado. Vas a instruirte en lo que es ser un soldado y a obedecer”. El asunto cayó del cielo, pero realmente no sabía que iba a pasar conmigo. Lo único que alcancé a comprender fue que los idiomas me ayudaron muchísimo en ese momento…